¿Es posible que un animal de esta envergadura paralice la ciudad y altere la dinámica? Parece que sí.
La Jirafa. Por: Gabriel García Márquez
Una vaca en el centro de la ciudad es una de las pocas maneras que se han descubierto para anticipar el domingo. En una ciudad donde cada esquina es, desde hace veinticinco años, un serio problema para el tránsito y cuyos habitantes no tienen otra noticia del campo que la botella de leche que todos los días amanece en la puerta de sus casas, la sola presencia de una vaca en la vía pública constituye una alegre y alborotada anticipación del domingo. La última semana, en virtud de milagrosa intervención vacuna, tuvimos un martes reposadamente dominical.
En medio de los automóviles paralizados, de los innumerables transeúntes que a esa hora se dirigían al trabajo, corridas las cortinas metálicas de los almacenes y mientras un altavoz anunciaba, a todo volumen, las excelencias de una droga insustituible, se registró la pequeña conmoción cronológica. Y allí estaba la vaca, seria, filosófica, inmóvil, como la simbólica estatua de un ministro plenipotenciario.
Gracias al cine y a la propaganda de los productos lácteos, los niños de la ciudad están capacitados para diferenciar una vaca de un tigre. Y hasta de un toro. Por eso cuando el agente de tránsito se acercó al animal, físicamente sembrado al pavimento, como un árbol de cuatro patas (y cola) y trató de persuadirlo por todos los medios conocidos de que prosiguiera la marcha, los chicos se esforzaban en los balcones por evitar que las autoridades echaran a perder el único espectáculo vivo que se ha ofrecido en muchos años. Y como la vaca parecía estar radicalmente de acuerdo con los niños, el profundo desprecio con que respondió a las sugerencias del agente de tránsito marcó el principio en una hora de fiesta brava, improvisada, que aplazó para el día siguiente la reapertura de las actividades comerciales.
A las cuatro de la tarde no había un solo almacén abierto, La administración pública, en sala plena, le sacaba partido al espectáculo desde uno de los balcones del edificio nacional, como desde una contrabarrera burocrática. Todo, desde ese momento, estaba aceptado oficialmente. Y el martes se transformó en domingo, con todas sus consecuencias de invitaciones a comer y cambio de programa de los cines. El altavoz pasó entonces a recordándoles a los habitantes de la ciudad que el incendio de Chicago se inició cuando una vaca le dio una patada a una lámpara.
Alguien trató de demostrar que no era buey sino vaca el evangélico rumiante que calentó el pesebre de Belén. Las muchachas, en coro, cantaron «La vaca lechera». Y a las cinco de la tarde la vaca era el personaje más importante de la ciudad, el que habría podido subirse a una tribuna , a dar bramidos demagógicos, en la seguridad de que habría conquistado los votos necesarios para ingresar al parlamento.
En un hotel, unos boxeadores que recorren el país ofreciendo espectáculos de fuerza, estaban almorzando cuando oyeron la gritería. A esa hora todo el mundo sabía, aunque no se hubiera movido de su casa, que una vaca estaba plantada en el centro de la ciudad. Y los boxeadores, con su saludable alegría de niños enormes y bien alimentados, salieron con sus sacos vistosos y sus zapatos de caucho a tomar parte en la vertiginosa fiesta de la vaca.
De todas las casas salieron sobrecamas, cortinas, gallardetes. Una mujer protagonizó un número de entreacto, porque su marido se echó a la calle a sacarle verónicas a la vaca con una camisa de dormir. De los balcones cayeron sombreros y serpentinas. Y cayó un hombre. Porque no hay domingo, por muy santo que sea, en que un borracho no dé un traspié en un segundo piso y se rompa la crisma en el pavimento.
El martes se había convertido en domingo intempestivamente; no hubo tiempo para que los borrachos profesionales se pusieran a tono con las circunstancias. Pero como las cosas debían suceder a cabalidad, como en los mejores domingos, un hombre se cayó de un balcón, en el más improcedente estado de sobriedad, y cumplió así con el deber de romperse la crisma en aquel alborotado martes dominical.
Cuando se encendieron las luces la vaca seguía en su lugar, impasible, indiferente a la gritería. Nadie pudo moverla. Ni siquiera los boxeadores. Y allí estuvo hasta la medianoche, cuando uno de los borrachos oportunistas le dio un viva al partido liberal y desapareció. Entonces vino un pelotón de policía y a físicos trompicones arrastraron al animal hasta el patio de la cárcel.
Texto: Septimus (Gabriel García Márquez).
Publicada en: El Heraldo de Barranquilla, el 3 de abril de 1951.
Foto: La tribuna del país.