Nuestro homenaje a la mujer
Dos jóvenes argentinas fueron asesinadas en Ecuador, y a propósito del Día Internacional de la Mujer, traemos una carta de la cronista ecuatoriana María Fernanda Ampuero que defiende el derecho de las mujeres a tomar sus propias decisiones y recorrer sus propios caminos
Por: María Fernanda Apuero. Cronista ecuatoriana
El crimen de las jóvenes argentinas Marina Menegazzo (21 años) y María José Coni (de 22) en el balneario de Montañita en Ecuador, sigue generando expresiones de solidaridad en toda América Latina. Pese al hallazgo de sus cuerpos y a la detención de los supuestos asesinos, el caso aún no está cerrado. Las familias de las víctimas dudan del resultado de las investigaciones, que determinaron que las muchachas aceptaron pasar la noche en un lugar desconocido por no contar con dinero.
Para los padres, colocar a dos jóvenes en el centro de un debate por «viajar solas y contactarse con extraños» no hace más que alejar las investigaciones de lo que realmente pasó esa noche.
La cronista ecuatoriana María Fernanda Ampuero publicó en la web Anfibia de la Universidad Nacional de San Martín de Argentina una carta titulada #ViajoSola; a mí me mata el asesino, que defiende el derecho de las mujeres a tomar sus propias decisiones y recorrer sus propios caminos. A continuación la reproducimos completa:
Yo
Cuando tenía ocho años, el hijo adolescente de unos amigos de la familia me molestó. Sexualmente. No hubo violación ni forcejeo. Ni desnudez o gritos aplastados por la mano grande de un mayor.
Nada de eso.
Pero él era ya un hombre y yo absolutamente niña y me pidió besos en la boca y que fuera su novia y se arrodilló para estar a mi altura y se acercó a mí hasta que pude oler su aliento –que ahora huelo con el mismo miedo- y me arrinconó contra un mueble y el pomo se me clavó en la espalda causándome más dolor y me pidió besos. “Para el amor no hay edad”, repitió. “Para el amor no hay edad” y luego me llevó al closet y ahí no había luz y yo le dije, mucho, que por favor me dejara ir y él que no tuviera miedo, que fuera buena, y me tocó la cara, el pelo, y me dijo que por qué no quería ser su novia si yo era muy bonita y yo le gustaba mucho y por qué él no me gustaba a mí y lo iba a hacer sentir triste si no le daba un beso.
Imagino mi mirada y el desconcierto. Ningún niño, ninguna niña, debe vivir ese miedo inexplicable, un miedo adulto que te sume en la confusión: a lo sexual, a excitarse y excitar. No, joder, los niños tienen que reír y ser niños y asustarse con cosas que asustan a los niños como fantasmas, no sexos erectos.
Malditos sean todos.
Lo que vino después lo tengo borroso. ¿Un ruido? ¿Me escabullí por debajo de su brazo? Sé que escapé escaleras abajo como esos animalitos a los que niños crueles han estado torturando con encendedores y que no paré de correr hasta estar metida debajo de las colchas entre mi mamá y mi abuela.
Sé que lo conté temblando y llorando y que ellas, mujeres como yo, intentaron convencerme de que aquello no había sido importante: es un chico juguetón. Sí, eso es lo que pasó.
Olvídalo María Fernanda, entiérralo treinta años.
¿Será (o es que soy idiota y no lo entiendo) que a veces las madres tienen más miedo de que se ofendan sus maridos, padres, hijos, hermanos, amigos, cuñados que decirles: oye, tú estás abusando sexualmente de mi niña?
Debe ser lo primero: yo soy idiota.
No. No me violaron. Nunca me han violado. Pero esa tarde, apenas unos minutos después de que hiciera trenzas en la cola multicolor del caballo de la Rainbow Bright, un hombre mató mi inocencia.
No estaba en Montañita, no estaba en un país lejano, no estaba siendo imprudente, no “viajaba sola”, ni siquiera había salido de mi casa, mi mamá estaba ahí cerca, me rodeaba todo lo que consideraba seguro del mundo. Las paredes rosadas, las estanterías con peluches y libros de pintar.
Tenía ocho años.
Mi única “culpa” fue haber nacido con una vagina en medio de las piernas.
Pero quién sabe, seguro que alguien piensa: vaya con estas, siempre inquietando a los hombres, desde pequeñitas, qué problema. Algo habrá hecho esa mosquita muerta para forzar a ese chiquillo, un jovencito de su casa, a decirle esas tonterías, cosas inocentes, ¿Qué mal pueden hacer? Él estaba jugando, ¿Cómo van a creer que tuviera malas intenciones? Por favor, sólo en la sucia cabeza de esa niña que ya no sabe qué inventar para llamar la atención.
Es “teatrera”. Esa era la palabra que a partir de entonces usaban para referirse a mí: teatrera.
Se solían reír de la teatrera.
Nadie nunca dijo nada. Mis padres y sus padres siguieron siendo tan amigos, viéndose muchísimo, lo que significa que yo tuve que seguir viéndolo a él aunque en cada fiesta me arrinconara en una esquina, como un conejito en un salón lleno de lobos. Me convertí en una niña más triste. En una adolescente más rebelde. En una mujer más desencantada. Lo que pasó, pasó dos veces: la primera ahí, en ese closet oscuro, y la segunda frente a mi familia, que no hizo nada. Mentira. Que se fue al bando de los malos.
Violencia sobre violencia: si no te defienden es que algo habrás hecho.
Viajo
La atrocidad del mundo, esa que rompe el corazón de las niñas, no me es ajena. Hace demasiados años que perdí la ingenuidad y el buenrollismo perpetuo. No confío en todos y en todas. No creo que todos somos hermanos. No hablo en diminutivitos. No soy Flanders, el de Los Simpsons.
Puedo ser una mierda y lo soy cuando quiero.
Soy ecuatoriana, guayaquileña para más señas: sé que hay que tener doscientos ojos cuando andas por la calle. Cien de ellos en la cartera, los otros cien en el culo. Por viajera, por turista, por mujer, por extranjera, por latinoamericana, por hija de mi papá, por inmigrante, por sabiduría popular, porque me han pasado muchas cosas jodidas en la vida, sé andar alerta.
Dicho esto, creo con la fe de los santos que hay más gente buena que mala. Y creo también que este mundo me pertenece, no sólo a los hombres, no sólo a las mujeres que viajan con hombres.
No: a mí, me pertenece a mí, mujer que viaja sola.
Prefiero vivir que no vivir. Y para mí, y para toda la gente que amo, vivir significa salir, viajar, hablar, escuchar, probar, descubrir, mirar, conocer, maravillarse, experimentar. Es decir, eso que algunos llaman correr riesgos.
Sí, es un mundo asqueroso este que permite que algunas chicas no volvamos a casa después del viaje de nuestras vidas, pero es más asqueroso el que tengamos miedo siquiera de emprenderlo.
Yo no voy a dejar de ir a ningún Montañita que me apetezca sólo porque digan que estoy buscando la muerte. No, es lo contrario, estoy buscando la vida. La muerte me la dan aquellos delincuentes que ustedes, señor jefe de policía, señor ministro de Justicia, señor presidente o quién sea que esté encargado de detenerlos no han podido detener.
Voy a decirlo más clarito por si alguien tiene problemas neuronales: a mí me mata el asesino, no el que yo viaje sola.
Yo no soy tan imbécil –aunque sea mujer no soy imbécil- como para buscar la muerte, señores, y menos en un paraíso como Ecuador. En mi Ecuador se busca la vida: ¡hay tantísima! El problema es que si los violadores y asesinos campean a sus anchas si una busca vida, va a encontrar muerte aunque no quiera, ¿o me equivoco?
Yo no voy a dejar de ir a Montañita ni a donde me salga de los ovarios sola, aunque ahora dicen que ese fue el “crimen” de Marina y María José. Ir “solas”, aunque eran dos y, aunque yo soy de letras y bastante tarada con los números, me parece que uno más uno es dos, pero en fin.
Solas.
¿Necesitaban, entonces, un chaperón para que no las mataran? ¿Por qué la policía no cuenta con un servicio de chaperones para turistas solas? Así nos quitamos el problema de encima, ¿no? ¿En vez de perseguir a los delincuentes vigilamos que las locas que viajan solas no “hagan de las suyas” con sus bikinis y sus apetitos salvajes? Oye, es una idea. Y una más: cambiamos el eslogan “Ecuador ama la vida” por “Ecuador ama la vida, pero acompañada”.
Queda más genuino.
Sola
Una de las cosas más bestiales que he leído sobre la violación está en el libro Teoría King Kong de la escritora francesa Virginie Despentes. A Virginie y a una amiga las violan de jóvenes al volver haciendo autostop de un concierto. La agresión física y sexual es muy violenta y ambas adolescentes quedan tan traumadas que ni siquiera entre ellas hablan de lo que pasó. Un día, Virginie lee en una revista a la escritora feminista Camille Paglia: “Es un riesgo inevitable, es un riesgo que las mujeres deben tener en cuenta y correr si quieren salir de sus casas y circular libremente. Si te sucede, levántate, dust yourself, desempólvate, y pasa a otra cosa. Y si eso te da demasiado miedo, entonces quédate en casa de mamá y ocúpate de hacerte la manicura”.
Virginie Despentes dice más:
“Camille Paglia es, sin duda, la más controvertida, de todas las feministas americanas. Propone pensar la violación como un riesgo inevitable, inherente a nuestra condición femenina. Una libertad increíble de des-dramatización. Sí, habíamos salido afuera, a un espacio que no era el nuestro. Sí, habíamos sobrevivido en lugar de haber muerto. Sí, estábamos en minifalda solas sin un tío que nos acompañara, de noche, sí, habíamos sido idiotas, y débiles como las niñas aprenden a serlo cuando las agreden. Sí, eso nos había ocurrido a nosotras, pero por primera vez comprendíamos lo que habíamos hecho: habíamos salido de casa, porque en casa de papá y mamá no pasaba nada interesante. Habíamos corrido el riesgo, habíamos pagado el precio (…) Paglia nos permitía imaginarnos como guerrilleras, no tanto responsables personalmente de algo que nos habíamos buscado, sino víctimas ordinarias de algo que podíamos esperar cuando se es mujer y se quiere correr el riesgo de salir al exterior”.
Al principio me chocó muchísimo leer esto de Paglia y de Despentes, pero luego de varias lecturas y de pensarlo mucho comprendí que en el mundo pasan cosas salvajes, innombrables, que pensar lo contrario es de tontitas y tontitas no somos ninguna, pero que no es el mundo el problema, sino las bestias que habitan en él –en Montañita y en Londres y en Buenos Aires- y que no por eso vamos a quedarnos encerradas en casa.
No. No. No. Mil veces no.
¿Saben lo que vamos a hacer? Vamos a exigir que hagan del mundo un lugar más seguro para nosotras en lugar de echarnos la culpa por querer conocer un mundo que, dicen, no es seguro para nosotras. No es culpa nuestra que ustedes no hagan su trabajo. No es culpa nuestra la ineptitud de ponga aquí el nombre de quien gobierne. No es culpa nuestra la delincuencia. No es culpa nuestra el machismo. No es culpa nuestra que nos maten. No es culpa nuestra que nos maten. No es culpa nuestra que nos maten. Me llamo María Fernanda y yo viajo sola. Por mí. Por Marina y María José. Por todas nosotras: #yoviajosola.
Texto: María Fernanda Apuero.
Publicado en www.rpp.pe el 06-03-2016