Mi amiga, vio su propia versión de la película (también en su espejo retrovisor) y grito: “¡Cuidado!” De no tener los espejitos nos habrían atropellado, por fortuna, pudimos predecir acertadamente la situación y hacernos a un lado. Nos paramos, pasamos el susto, tomamos agua y seguimos pedaleando en silencio, con la angustia de ser tan suavecitos, tan de carne y hueso, tan llenos de sangre y tripas. Seguimos un par de cuadras y allá estaban, atorados en la cola.
A partir de este momento, yo no era el mismo. Me convertí en mi Yo del pasado, ese que ha visto su vida en peligro tantas otras veces por tan solo andar, el que hace morisquetas y señas para no estorbarle a nadie, el que reconoce que es un usurpador de un espacio ajeno y cede constantemente el paso, y finalmente, me convertí en el ciudadano a quien un desconocido le jugó una broma demasiado pesada que casi le cuesta vida. Sin pensarlo, me acerqué al carro, saqué las llaves de la casa y ¡Zuaz! le eché aquel rayón, seguí entre los carros gritándole: “¡Si no te duele una vida humana, por lo menos que te duela tu carro!” Realmente, no sé qué carajo significa eso que les grité, yo no nunca grito más que las vocales (a modo de bocina). Ví nuevamente por el espejo como la copiloto, una mujer blanca, pelo negro, vestida con un traje de hacer ejercicios, en sus cuarentas, con frenillos y unos 20 kilos de más, revisaba mi obra maestra e inmediatamente supe que no sería la última vez que los vería.
Me escondí en la Panadería San Benito, a unos pocos metros y esperé a mi compañera. Ella vió toda la película en 3ra persona y sus nervios me confirmaron la idea que se repetía en mi cabeza: “-La cagué. Aquí me sacan una pistola y me matan”. Antes de montarme en la bicicleta, me tome un tiempo para perdonar a mi Yo del pasado, porque después de tanto tiempo, y de tantas veces que dejó pasar en silencio los insultos del Carroteniente, les dió donde les duele; en el tótem de su éxito social. Aproveché para explicarle que vulnerar un escudo no es ganar la batalla y que aquí no se raya un carro más. Así salimos, mi amiga y yo, con muchas ganas de volver a ser invisibles; de no estorbarle a nadie mientras nos robamos el espacio que a otros les sobra y que aun así, les está quedando chico.
No rodamos ni 20 metros cuando escuchamos el rugir del Honda Civic de los nuevos, gris plateado, placa del estado Sucre. Esta vez iba en serio, mi amiga, con tan solo una mirada al espejo esquivó la primera embestida y ahora, estaba yo, nuevamente, viendo a mi futuro homicida a través de un pedacito de vidrio. No busqué correr; ¡Quería discutir! ¡Quería gritarle! ¡Quería compartirle mi posición! ¡Quería hablarle de derechos civiles! ¡De lo suavecitos que somos todos! ¡Que el también cuando está lejos de su escudo pierde todos los privilegios que ostenta! ¡Que capaz con pulitura se le quita! ¡Que yo se lo pago! ¡Pero que recuerde siempre que hay unos seres parasitarios que se aprovechan del espacio sobrante y en dicho espacio desarrollan felizmente sus vidas! Y que todos, cuando estamos fuera de un vehículo automotor, nos convertimos en ellos.
Sin embargo, lo único que pude hacer fue decir compulsivamente: ¡CASI NOS MATAS! ¡CASI NOS MATAS! El conductor enfurecido, intentó atropellarme una vez, y falló. Lo intento de nuevo, y volvió a fallar. Al tercer intento me puse arrogante, porque con toda su magnanimidad no podía atropellar a un pobre parásito escurridizo, hice girar la cadena para atar la bici en el aire, con lágrimas en los ojos, como en celebración, pero no pasó mucho tiempo hasta que me interceptaran, y caí.
Se estacionaron cómodamente y se bajaron. Sin ninguna intención de discutir, la mujer gritando me preguntó: “¿Por qué me vas a rayar el carro?” Y sin esperar mi respuesta, me adornó con un ojo morado. La cadena que cargaba en mis manos ahora estaba en manos de un señor altísimo, gordísimo e iracundo. Con el que intente hablar, pero desvié mi atención al tremendo cadenazo que me sacudió en el tobillo. Ahí volví a caer en medio de la calle, con público presente y un tráfico parado. Entre sonidos de corneta, escuché a la mujer gritarle a mi amiga: “¿Quién los manda a andar en bicicleta? ¡Cómprense un carro!” Minimizó la broma que nos hizo, diciendo que ella escuchó cuando mi amiga gritó “¡Cuidado!”, porque sabía que no nos atropellarían, lo que confirma la premeditación y la frialdad de sus intenciones.
Aquel montón de sangre, las alpargatas en cualquier lado; y mientras los sujetos se montaban en su tótem, amenazaban con llevarme a la policía, cosa que yo también deseaba profundamente, porque yo quería que alguien confirmara mi tesis de que un ser humano tiene más derechos civiles que un carro. Esas fueron las últimas palabras que dije antes de buscar mi bicicleta e intentar seguirlos a la comisaría más cercana. Pero no, yo no estaba de comisaría, estaba más de ambulatorio, de sala de emergencias.
Con la bicicleta doblada, pedaleando solo con la pierna derecha y un talón sangrante, seguimos sin rumbo, aturdidos, hasta cruzarnos con gente conocida y a partir de ahí todo sucedió muy rápido. El ambulatorio, Andrea la doctora de guardia, la anestesia, los puntos de sutura y el oscuro quehacer de una sala de emergencia, montar las bicicletas en el carro del pana, la postergada visita a la comisaría y el bochornoso regreso a casa.
Con los señores dueños del Honda Civic plateado de última generación, con placas del Estado Sucre, solo quiero una cosa: que respondan por mis gastos médicos, que me arreglen mi bicicleta y que (como me dijeron en la comisaría) se hagan cargo de su mente criminal. Y a los demás Carrotenientes quiero pedirles que lleguemos a un acuerdo:
Sin necesidad de renunciar al privilegio que les confiere su escudo protector, su tótem, reconozcan que en el espacio que a ustedes les sobra habitamos felizmente de forma parasitaria miles de hombres y mujeres de todas las edades, y que lamentablemente tenemos que compartir ese espacio que es de ustedes por una providencia histórica, eso no se los discuto. Por favor, les pido que reconozcan que para nosotros no hay vías, ni semáforos, ni autopistas, ni viaductos a estrenar, ni señalética, ni canal exclusivo. Para quienes ejercen el poder político en el país de la gasolina más barata del mundo no existimos ni en época de campaña.
El ciclismo de transporte es una tradición que data desde la llegada de la primera bicicleta al país hace más de un siglo y en silencio, hemos sobrevivido el levantamiento de la ciudad post-moderna. Sepan que no nos vamos a ningún lado y que cada día somos más.
Texto cortesía Jesús Montoya. Extraído de su cuenta Facebook.
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