Regresamos con las Crónicas del Tánatos. Ahora con la historia de este terrible suceso ocurrido en 1996 en la Venezuela prechavista
Por: Crónicas del Tánatos
Guatire 3 de octubre de 1996
El camión se orilló al borde de la fosa en el vertedero de basura y su conductor, un italiano con el rostro tallado por el alcohol, descendió con toda la rapidez que le permitían sus sesenta años; atravesó impávido la nube de moscas y antes de sacar los candados de la cava se aseguró de que nadie estuviera cerca.
Miró con expresión sombría el hilillo de sangre que escapaba por el estribo y trepó para sacar la carga que había traído: 25 bolsas negras de polietileno.
Toda la operación era seguida a distancia por un grupo de harapientos que tenía expresamente prohibido acceder a aquella zona. Los administradores del vertedero les alegaban que los desechos almacenados allí eran altamente tóxicos; pero como siempre ocurre, la veda no hizo más que acentuar la curiosidad; así que los «zamuros», como eran llamados, aguardaban una oportunidad para acercarse y revisar aquellas bolsas pero cada vez que lo intentaron fueron repelidos.
La misteriosa carga, traída siempre por el italiano, comenzó a llegar un mes atrás y una vez que era lanzada a la fosa un maquinista la cubría con tierra sin pérdida de tiempo. La maniobra se ejecutaba con puntualidad castrense; pero ese 3 de octubre el chofer se retrasó y el tractorista, creyendo que ya no venía, salió a comer; lo que complicó las cosas pues el italiano, medio indolente como era, completó su tarea y salió del relleno dejando el campo abierto a los indigentes.
Adultos y niños corrieron a la fosa y aunque tenían el carácter acerado por la violencia cotidiana, no pudieron evitar retroceder ante el macabro espectáculo que se les ofrecía; manos, brazos, piernas y cráneos nadaban en una crema sanguinolenta dentro de cada bulto. Un grito de horror encendió las alarmas y el cielo sobre aquel punto se cubrió de hambrientas aves de rapiña.
Esos muertos no los pago yo…
Dos horas después el morboso influjo de la muerte congregaba a un centenar de curiosos, a los que era difícil mantener detrás de la cinta de seguridad. Científicos de la Policía Técnica Judicial evaluaban el hallazgo mientras que Alberto Ramírez, jefe de Homicidios, tomaba rápidas declaraciones. Hasta ese momento se sabía que las bolsas, con restos humanos y material quirúrgico, fueron llevadas hasta ese lugar por el conductor de un camión cava identificado con el número 171 y que los cuerpos habían sido diseccionados por manos expertas, lo que condujo a plantear una primera hipótesis: Práctica ilegal de la medicina para el comercio de órganos. Tesis un tanto pasmosa, pues entrañaba la participación de médicos cirujanos posiblemente empleados en algún hospital o clínica privada. ¿Existía en la ciudad una diabólica red dedicada al asesinato con tan abyecto fin?
Apartado en un rincón, Manuel Ramírez Ledezma, Gerente de Operaciones de Fospuca, negaba que su empresa poseyera un camión registrado con el número 171; repetía con tozudez que la nomenclatura de todos sus vehículos iniciaba siempre con el número cinco.
Cerca de él estaba Carmen Cuevas, alcaldesa del Municipio Zamora, que cariacontecida calificaba la situación como «muy irregular».
Cuando culminó la revisión y cuantificación de los restos, la médico patóloga Deysi Cañizales, rindió un primer informe. Había 9 cráneos, 8 piernas, un número similar de brazos, 10 fetos descuartizados, una caja con material quirúrgico, muchísimos guantes ensangrentados y dos bolsas llenas de vísceras. Un empaque de globulina lucía una etiqueta del Hospital Clínico Universitario.
Al cabo de un rato Florencio García, Sub-director de la PTJ, declaraba a la prensa: «Estamos en presencia de un terrible hecho delictivo, pues la normativa establece que los cadáveres no reclamados deben ser remitidos por los hospitales y clínicas a la División de Medicina Legal para el examen forense y en ningún caso descuartizados ni mucho menos botados en un basurero.» Aseguró finalmente que las investigaciones se llevarían con celeridad. Dos días después seguían las excavaciones y el descubrimiento de cuerpos mutilados; el caso fue tomado por la doctora Olimpia Suárez, jueza del Tribunal Séptimo en lo Penal y asignado por el Ministerio Público a Víctor Gamero, fiscal cuarto del estado Miranda.
El 5 de octubre las cosas estaban más claras; el material biológico era de personas que en vida donaron sus cuerpos a la Universidad Central de Venezuela para fines científicos y el quirúrgico provenía del Clínico; ambas instituciones firmaron un contrato con Fospuca para que dispusiera de todo aquello según un estricto protocolo cuya fase final era la cremación.
Cuando se pidió a la empresa explicar porqué terminaron los restos en un relleno sanitario, aquélla alegó que tenía los hornos dañados. La sociedad escandalizada reclamaba castigo; se trataba de una afrenta a la dignidad humana y una amenaza a la salud pública.
La sub comisión de Derechos Humanos del Congreso Nacional prometió investigar, la Fiscalía juró hacer pagar a los responsables y la policía anunció posibles detenciones. Al final únicamente se dictaminó que había «responsabilidad administrativa» por parte de Fospuca, algo que el público no supo con que se comía.
El martes 8 de octubre se trasladaron 419 kilogramos de materia orgánica desde la morgue de Bello Monte hasta los hornos crematorios de la calle Zea en Coche, lugar en el que terminarían su oscuro itinerario.
El descuartizado de Catia
Incinerados los restos se dio por terminado este ominoso capítulo de la crónica negra; sin embargo la misma mañana del día de la cremación, los vecinos de la calle El Diamante en Catia notificaron a la policía de un nuevo hallazgo. Esta vez se trataba de una cabeza y un par de manos, que envueltas en una sabana reposaban medio calcinadas en un contenedor de basura. La imaginación popular no pudo evitar relacionar esto con los cadáveres de Guatire, sobre todo por el hecho de que el contenedor pertenecía a Fospuca.
Debido a las coincidencias, Alberto Ramírez se hizo cargo de esta nueva escena; bien pronto descartó posibles vínculos entre el caso anterior y éste porque fácilmente podía verse que las piezas halladas acá habían sido desmembradas con un objeto contuso-cortante, posiblemente un machete o hacha de carnicería. Por otro lado la data de muerte era muy reciente, no mayor a 24 horas. – Nada que ver, – dijo Ramírez a sus colaboradores – aquí estamos ante otra cosa –.
Cerca de las sabanas que servían de envoltorio se halló un encendedor barato, lo que hacía presumir que quien abandonó los restos trató de quemarlos allí mismo, sólo que para su mala suerte el fuego se extinguió con rapidez. Cabeza y manos pertenecían a un hombre que mediaba los 30 años, de piel blanca y cabellera rubia; en una escalera que comunicaba con la zona central del 23 de Enero había rastros de sangre, así que esta persona debió ser traída por alguna de las calles adyacentes; el traslado, según datos colectados entre los vecinos, tuvo que hacerse después de la medianoche porque la basura se recogía siempre antes de esa hora.
Un equipo especial de investigación adscrito a la División contra Homicidios develó en tiempo record la identidad de la víctima; su nombre era Antonio Dos Santos.
Al momento de su asesinato Antonio Dos Santos tenía 35 años, doce de los cuales los pasó en Venezuela; era nativo de la población de Cámara de Lobo, en isla de Madeira, Portugal, desde donde vino con dos de sus hermanos a probar suerte. La carrera comercial de Antonio comenzó con un modesto abasto y terminó en un ramo más lucrativo: los bares de prostitutas. El primero de ellos lo tuvo con un socio en la avenida Baralt hasta que con más dinero pudo montar uno exclusivamente suyo. Lo instaló frente a la plaza Sucre en Catia y lo llamó «El Batacazo»; allí laboraban cada noche unas 80 mujeres, cantidad que podía aumentar los fines de semana.
En ese ambiente encontró a Nataly Martínez, mujer de labios voluptuosos y mirada escéptica; dicen quienes los conocieron que Dos Santos la descubrió en Yaracuy; Nataly que para entonces tenía 15 años aceptó viajar a Caracas con aquel hombre al que no conocía, creyendo en la promesa de un futuro rutilante. En la primera noche que pasó en la ciudad su virginidad fue subastada quedando luego como una más en la plantilla de ficheras del night club, hasta que en 1988 el portugués sucumbió a sus encantos y se casó con ella. El matrimonio se instaló en el tercer piso del edificio Candela ubicado en la calle Sol de Madrid de Los Flores de Catia, donde procrearon tres hijos. Nataly repartía su tiempo entre los quehaceres del hogar y la peluquería, oficio más cónsono con su nuevo estatus.
Según contaron más tarde los familiares de Antonio la pareja nunca fue feliz; por el contrario los años en común fueron una sucesión de peleas cada una más violenta que la otra. En una de ellas la mujer, atacada por los celos, destrozó limpiamente el mostrador del bar y es que Antonio no perdía la afición de ligar con las chicas que trabajaban para él. La más reciente de sus conquistas era una atractiva barinesa a la que llamaban Erika y que hacía tragar grueso a Nataly.
La mañana del 7 de octubre Antonio Dos Santos se levantó temprano, bebió a sorbos rápidos un tazón de café y se fue a hacer lo que hacía todos los lunes, cuadrar en caja los ingresos del fin de semana. Ya cerca del mediodía anunció con un gruñido que salía a comer. Domingo Navas obrero de mantenimiento de «El Batacazo», lo miró trasponer la puerta. Fue el último de sus empleados en verlo con vida.
A las cuatro de la tarde de ese mismo día Nataly Martínez llegó al bar cargada de bolsas, venía de hacer mercado, al ver que su esposo no estaba le dejó dicho que llevará él las frutas porque fue lo único que no pudo comprar. Aquella noche el vehículo de Antonio fue visto circulando por la calle real de Los Flores; lo llevaban dos hombres, nadie prestó atención especial a ese hecho. A la mañana siguiente apareció estacionado frente al edificio Candela. A cincuenta metros la cabeza y las manos de su dueño reposaban en un contenedor.
Mar de hipótesis
Horas más tarde cuando Nataly Martínez pasó por «El Batacazo» le dijeron que la PTJ se había llevado a Domingo Navas. Un relámpago de alarma, apenas perceptible, asomó en su rostro al preguntar el porqué. Como nadie sabía las razones de la detención la mujer se fue a la comisaría del Oeste donde tampoco obtuvo respuesta. Decidió regresar al bar pues Dos Santos no aparecía y alguien tenía que encargarse del negocio. A las diez de la noche una comisión de la policía fue a notificarle que su esposo había sido asesinado. La información fue parca, no entraron en detalles.
La solución a este crimen no era tarea fácil pues en torno al mismo giraba todo un tiovivo de posibles asesinos. El primer lugar en la rueda lo ocupaba un sujeto apodado el Gago, quien amenazó de muerte a Dos Santos por un dinero que éste le debía y se negaba a pagar; un poco más allá aparecía Antonio Barvayo Correia, paisano y ex socio de la víctima solicitado en Portugal por homicidio y en España por tráfico de drogas, pocos meses antes se fugó de una prisión madrileña y según Interpol podía estar oculto en Venezuela; el tercer caballito lo montaban los paleros pues según se supo, Antonio Dos Santos era fanático creyente del Palo Mayombe, vertiente de la santería en cuyas ceremonias se hace uso de restos humanos, y la forma en que su cuerpo fue destazado llamaba la atención; por último no se descartaba que la autoría estuviera entre alguna de sus amantes o incluso su esposa.
Se manejaban entonces cuatro hipótesis: la de venganza por deudas, la de vendetta entre traficantes de drogas, la de muerte ritual y la de crimen pasional.
Irma Álvarez, abogada de Dos Santos, reveló además que su cliente enfrentaba un pleito en tribunales incoado por mesoneras que pretendían cobrar seis millones de bolívares en prestaciones sociales; según la jurista eran trabajadoras ocasionales sin relación laboral con el patrón, por lo tanto no tenían derecho a ese beneficio. La cifra para entonces era muy respetable y la posibilidad cierta de no cobrarla podía configurar en esas damas un cuadro de frustración que las hiciera pensar en la venganza.
Domingo Navas fue liberado tras rendir declaración, se le consideraba importante por ser el último en ver con vida a su jefe. El 10 de octubre se reveló la identidad del descuartizado y para entonces las hipótesis con más fuerza eran las de muerte ritual y crimen pasional. Con respecto a la primera, Emperatriz López empleada de limpieza del bar, se mostraba extrañada y llegó a decir que si bien Antonio Dos Santos era creyente de la santería jamás practicó ritos satánicos. «Como todo el mundo tenía un altar con santos a los que les ponía velas y flores, pero más nada».
Con relación a la segunda tesis fueron citadas todas las mujeres de «El Batacazo»; 30 de ellas ya habían pasado por PTJ, sólo una se negaba a ir: Erika.
Esa actitud atrajo la atención sobre ella pues era bien conocida la relación que la unía a la víctima; de hecho según el testimonio de Álvaro de Sousa, amigo de Antonio, éste había quedado de verse con la chica el domingo 6 de octubre en el hipódromo La Rinconada pero cuando llegó ya se había retirado. El viernes 11 Erika repitió que no declararía, por lo que Nataly visiblemente disgustada le advirtió que poseía su ficha y que ya había entregado su número de cédula y dirección en Barinas a la policía. La advertencia surtió efecto pues al siguiente día la amante de Dos Santos se unía al grupo de ficheras que comparecían ante las autoridades. Nataly por su parte no dejaba de estar en la mira de los investigadores quienes sabían de las constantes riñas que protagonizó la pareja, amén del carácter sumamente violento de la viuda.
Para completar el cuadro apareció Carmen Mejías, otra de las mesoneras del bar, quien aseguró tener una hija del difunto, una niña de 5 años llamada Génesis.
Nataly Martínez aseguró siempre que la última vez que vio a su esposo fue en la mañana del lunes 7, cuando salió a contabilizar los ingresos del fin de semana y que según le habían dicho jamás llegó al bar; esta versión contradecía la dada por Domingo Navas quien le vio llegar y permanecer en el negocio hasta poco antes del mediodía. Tampoco mostró extrañeza por el hecho de que su esposo no regresara a casa aquella noche, pues tenía la costumbre de pernoctar en el bar.
La experticia forense reveló que Antonio Dos Santos había muerto de un tiro que ingresó por su ojo derecho y que luego fue destazado por varias personas, esto último se determinó por la manera en que se realizaron los cortes. Alberto Ramírez, jefe de Homicidios dijo que sólo se tenían la cabeza y las manos y que un equipo buscaba el resto del cuerpo; aprovechó para aclarar que si bien trabajaban en todas las hipótesis no habían descartado ni a Erika ni a la viuda. El domingo 13 de octubre se localizó una pierna en la quebrada La Línea cuyo cauce corría por detrás del retén judicial de Los Flores; de inmediato se activó un rastreo que culminó en la zona de El Encantado en Petare sin resultados positivos.
Ahora se pensaba que el asesinato pudo cometerse en alguno de los ranchos ubicados a orilla de la quebrada y hacia allí se orientaron las investigaciones en las que colaboraba la Guardia Civil de España, pues se había determinado que varias personas vinculadas a Dos Santos purgaban condena en aquel país por tráfico de estupefacientes. Al cobrar fuerza la tesis de la vendetta se intensificó la búsqueda de Antonio Barvayo Correia, sujeto que trabajó con la víctima hasta enero de 1993, fecha en la que fue detenido en el aeropuerto de Barajas con dos kilos de cocaína. Cinco meses atrás, exactamente el 17 de mayo de 1996, Barvayo logró fugarse de la hoy desaparecida prisión de Carabanchel y se creía que podía estar escondido en Venezuela, pues aquí seguían su esposa e hijos.
Varios días después fueron citados a declarar dos oficiales de la Policía Metropolitana, adscritos a la zona 9, eran ellos el Comisario Franklin Molina Chirinos de la División de Acción Comunitaria y el Inspector Amador Aldana, ambos amigos de Antonio Dos Santos a quienes se veía con frecuencia en «El Batacazo». A esas alturas las cosas se habían empastelado tanto que no había forma de desenredar el ovillo; ninguna de las hipótesis daba luces ni podía ser descartada; lo único seguro era que los victimarios estaban dentro del círculo intimo del occiso, lo que explicaba la comparecencia de los metropolitanos. Nataly acusaba a Erika, pero ella misma era una de las más sospechosas para la policía; sólo que jamás se le pudo vincular con el asesinato. El caso del descuartizado de Catia pasó a ser otro de los cangrejos de la PTJ.
Nataly Martínez quedó bajo presentación por un año, régimen que cumplió a cabalidad. Luego de la muerte de su esposo trabajó como peluquera en distintos salones de belleza; María Guerra, dueña de uno de estos sitios la recordaba como una empleada eficiente y puntual pero excesivamente conflictiva. «Era una excelente empleada pero muy celosa con sus clientes, al poco tiempo de estar en mi negocio comenzó a hacerle la vida imposible a sus compañeras, a las que ni siquiera permitía que atendieran a las personas que llegaban nuevas al local. Por eso tuve que despedirla, luego de eso me llamaba todos los días amenazándome con hacerme pagar el haberla botado, se ufanaba de ser experta en magia negra. Algunas de sus compañeras le temían y es que era de esas personas que matan con la mirada».
Transcurridos cuatro años heredó los bienes de Antonio Dos Santos, lo que le permitió montar su propia peluquería. Como parte del legado recibió el apartamento que cohabitara con el difunto; allí instaló a su nueva pareja, un joven de complexión robusta, cara rolliza y mirada infantil llamado José Gregorio Martínez Loreto.
Hay amores que matan
Dos años después de heredar Nataly volvía a estar sola; su relación con Martínez Loreto resultó ser tan borrascosa como la que tuvo con Dos Santos. Violentas disputas fueron minando los afectos hasta que llegó la separación; nunca se supo quién dejó a quién; algunos vecinos decían que Martínez, cansado de tanta pelea, abandonó a Nataly y ésta, burlándose de esa versión, apostillaba que había sido ella la que dejó a José Gregorio por inmaduro y controlador.
Sin embargo, la tensión sexual no se había extinguido. Siguieron viéndose ocasionalmente en hotelitos discretos hasta que un mal día el hombre decidió acabar con el amorío. Nataly aparentó no tomárselo a mal, sólo pidió un encuentro final – Nos merecemos una buena despedida – observó melindrosa. Él no tuvo corazón para negarse. Quedaron de verse en un hotel de Las Mayas para el adiós.
El domingo 9 de noviembre de 2003 Caracas amaneció nublada, José Gregorio Martínez salió temprano de casa; dijo a un amigo que encontró en el boulevard de Propatria que iba a cobrar un dinero. Ese día lo pasó como cualquier otro, haciendo lo que hacía siempre; quienes lo vieron lo recuerdan sonriente y afable. Al caer la noche se preparó para acudir a la cita, llegó a Las Mayas a la hora fijada y subió a la habitación con su ex. Esperaba pasarla bien pues Nataly nunca había sido mala cama; su defecto estaba en ese carácter huracanado contra el que no podía ni el más pintado. Hubo ocasiones en las que amenazó con matarlo; José Gregorio aunque tomó las amenazas como simples bravatas, llegó a comentarlas con familiares, que juiciosamente le aconsejaron apartarse de esa mujer.
Arriba comenzó un juego sexual de caricias experimentadas, besos próvidos, risas entrecortadas, pezones henchidos, chasquidos de lengua contra la piel excitada y feromonas que caldeaban la pieza invitando a la cópula. Cuando el macho estuvo en éxtasis, Nataly le pidió con voz afectuosa que retirara las sabanas – Es que me da grima hacer el amor sobre algo que usa todo el mundo – Ardoroso como estaba, el hombre se apresuró a obedecer arrancando las sabanas y arrojándolas al piso, en esa maniobra quedó por un instante de espaldas a la mujer. El plato estaba servido.
Un cadáver en Los Flores
La mañana del lunes 10 de noviembre Carmen Perozo, vecina de Nataly Martínez, advirtió un movimiento inusual frente a su casa. Medio centenar de curiosos se apiñaba alrededor de un Ford Cougar estacionado al borde de la acera. Agentes de la policía se empeñaban en mantener el orden y preservar el lugar pues dentro de aquel vehículo se podía ver el cuerpo inerte de un hombre, tirado sobre el asiento trasero. La mujer se sumó al grupo justo en el momento que alguien exclamaba: « ¡Coño, pero si es José Gregorio, el marido de la peluquera!»
La noticia se extendió como el fogonazo de un rayo por la calle Sol de Madrid. Cuando varios de los presentes acudieron a buscar a Nataly no la encontraron en casa. Peritos del CICPC* se encargaron de la escena; aunque el sujeto parecía haberse desangrado tanto sus ropas como el auto estaban limpios, la respuesta a esto la daría el médico forense: el cuerpo presentaba 27 heridas de arma blanca, pero cada una de ellas había sido cuidadosamente taponada con gasas y adhesivos; el asesino, haciendo gala de la mayor frialdad, se tomó el tiempo necesario para evitar dejar rastros en el traslado de su víctima.
El ataque había sido brutal; claramente movido por el odio o la venganza, el arma usada podía ser una tijera de hojas largas, de las usadas en peluquería; la data de muerte era de diez horas.
Nataly Martínez regresó a casa el día martes, al ser notificada de la muerte de su ex rompió a llorar inconsolable; era tal la aflicción que sus vecinos no llegaron a recelar. Quien sí la puso bajo la lupa fue el comisario Ramón Torcat; y es que apenas escarbar en el caso encontró que en varias oportunidades amenazó con matar a Martínez Loreto. Supo también que se trataba de una mujer violenta, muy capaz de una reacción volcánica y revisando en el sistema constató que 7 años atrás estuvo involucrada en un hecho semejante; en el que aunque no se le pudo probar nada quedó bajo presentación ante el tribunal; además era peluquera y el arma homicida había sido una tijera propia de su oficio.
Sin embargo pasarían meses antes de poder reunir suficientes elementos de convicción que permitieran detenerla. El martes 27 de enero funcionarios de la comisaría Oeste acudieron a la peluquería de Nataly, ubicada en Lídice, con una orden de aprehensión emitida por el Tribunal 23 de Control. En el interrogatorio volvió a negar que fuese una asesina – Soy la que más lamenta la muerte de José Gregorio – exclamaba bañada en llanto a los escépticos sabuesos del CICPC; parecía difícil romper esa coraza de cinismo pero la inteligente presión ejercida por sus interrogadores la fue llevando hasta la confesión; cuando por fin habló las palabras fluyeron como un río.
La picamaridos
Los medios, pródigos en motes, enseguida le endilgaron a la Martínez el de la Picamaridos, con él entraría al panteón de «próceres» de la crónica policial venezolana. En la declaración que rindió ante el Tribunal el mismo día de su detención relató cómo llevó a cabo los dos crímenes.
En 1996, con 8 años de casada, decidió matar a su esposo. Estaba cansada de los devaneos de aquél con cuanta mujer ingresaba nueva a la plantilla de ficheras de «El Batacazo». Para esa fecha se había hecho amante de Alexis González Escobar, un joven que vivía en el apartamento contiguo. Nataly que no admitía infidelidades disfrutaba siendo adultera; en una ocasión le comentó a María Guerra que ella era capaz de serle infiel a su marido, pero que ojalá no llegará a saber que «él le montara cachos, porque se vengaría.»
Calculadora preparó el terreno, comenzó a decir a los cuatro vientos que Dos Santos la maltrataba, que se burlaba de ella e irrespetaba a sus hijos; que era un hombre violento capaz de golpearla sin piedad cuando llegaba ebrio. Con esa historia envolvió a su amante y al hermano de éste, Wilmer González. La noche del 7 de octubre Nataly plantó cara a Dos Santos, recriminándole airada su relación con Erika. «Ayer te ibas a ver con ella en el hipódromo», el hombre con gesto aburrido rechazó con descaro la acusación. Cuando su mujer terminó de reprocharle se fue a dormir incauto, sin imaginar que estaba marcado.
Nataly esperó a que estuviera bien dormido, en sus manos empuñaba un revolver que el propio Dos Santos había comprado cuando el Gago lo amenazó de muerte. Dirigió el cañón a la cabeza y con sangre fría apretó el gatillo ahogando el estruendo con una almohada. Acto seguido salió a buscar a los hermanos González que pasmados la escucharon confesar el crimen; les dijo que se había visto obligada a hacerlo, pues discutieron y Antonio se mostró más agresivo que nunca. «Creí que me iba a matar y reaccioné en defensa propia». Con habilidad los convenció de tomar la peor decisión de sus vidas: ayudarla a deshacerse del cadáver.
Llevaron el cuerpo a la cocina y con un filoso cuchillo comenzaron a destazarlo; en el suelo cuidadosamente cubierto de plásticos no quedó huella alguna; al terminar metieron los restos en bolsas de polietileno que los González se encargarían de arrojar al río Guaire; tomaron las llaves del auto y bajaron a la calle. Puesta la carga en el maletero, los hermanos partieron a terminar su macabra tarea. Nataly desde la acera alzó los ojos con expresión furtiva hacia las ventanas vecinas y con paso firme regresó a casa; una llovizna menuda comenzaba a caer.
Al llegar arriba lanzó una maldición, con la prisa olvidaron embolsar la cabeza y las manos. Sin perder el aplomo envolvió todo en una sabana, tomó otra bolsa y bajó; pasaba de la medianoche cuando arrojó el paquete al contenedor y le prendió fuego. Confiada en haber cubierto cualquier rastro, se alejó.
Los González regresaron un rato después, quienes les vieron a bordo de aquel auto no imaginaron en qué andaban; estacionaron frente al edificio y subieron. En ese momento la llovizna se convirtió en torrencial aguacero que terminó por apagar las llamas, el lazo había quedado en torno al cuello de los implicados, sólo era cuestión de tiempo para que cerrara.
En los meses siguientes los nervios de la maritricida pasaron una difícil prueba, sabía que era la principal sospechosa, lo veía en la mirada escéptica de sus interrogadores, lo olía en las preguntas capciosas que le hacían. Representó el papel de la viuda inconsolable incapaz de encajar el golpe que le había dado la vida. Se presentaba en la comisaría, llorosa y con el bebe en brazos, a preguntar por las pesquisas; como toda una experta del drama fingía vahídos; en ocasiones reclamaba impaciente porque los asesinos de su amado esposo seguían impunes. Tragó saliva gruesa cuando los peritos entraron en su casa con intención de someterla a un barrido con luminol; rezó pidiendo que ni una gota de sangre se hubiera colado al piso. Hizo todo lo que pudo por incriminar a Erika y mantuvo las mejores relaciones con los familiares de su esposo. Al final con gesto estoico y fingiendo indignación aceptó la decisión del tribunal de someterla por un año a régimen de presentación.
Superado el trance recobró la confianza en sí misma; la soberbia que siempre alimenta el alma de los criminales la envaneció al punto de creerse invencible. Deambuló por la vida como el lobo solitario que alejado de sus congéneres, lanza gruñidos amenazantes a quien ose traspasar sus dominios. Iván Fontulbo, uno de sus clientes, la recordaría como una mujer muy coqueta a la que gustaba estar rodeada de hombres y que evitaba la amistad con mujeres. Con aquéllos se sentía como pez en el agua, con éstas peleaba y establecía límites.
Al año de enviudar conoció a José Gregorio y lo tomó para sí. Los primeros meses fueron de idilio hasta que los naturales roces de la convivencia terminaron por hastiarla. En una ocasión lo calificó de infantil, obsesivo y controlador. Peleas y reconciliaciones se sucedieron hasta que un día, el joven tuvo la mala idea de presentarle a su hermano. Miguel Ángel, que así se llamaba, no tuvo ningún empacho en soltarle al tiempo que besaba la mano de su cuñada: «Esta es mucha mujer para ti». Un brillo de vanidad asomó a los ojos de Nataly que no tardó en acostarse con su nuevo admirador.
En su confesión reveló que mató a su ex porque decidió abandonarla y eso la había herido. La noche de la cita tuvo buen cuidado de no mostrar sus cartas, le siguió el jugueteo sexual hasta conseguir total docilidad; con mirada cautivante le pidió retirar las sabanas y cuando la víctima se dispuso a cumplir sus deseos, embistió salvajemente con la tijera que ya tenía preparada. El hombre quedó tendido en la cama con 27 agujeros en su humanidad; ella viendo que ya no respiraba sacó gasas y adhesivos para taponar las heridas, bajó el cuerpo y volteó el colchón, cuando terminó de recolocar las sabanas escudriñó la habitación con mirada afilada y penetrante buscando algún detalle que pudiera delatarla. Marcó en el teléfono celular el número de Miguel Ángel informándole que ya podía venir. Si, había logrado convencerlo de la necesidad de sacar de circulación a su propio hermano y el pobre diablo, embebido del sexo de aquella mujer, aceptó jugar un papel en el crimen; la ayudaría a sacar el cadáver del hotel.
Con torpeza propia de un número bufonesco decidieron dejar al muerto en la propia calle donde vivía su asesina. Esta vez no sería difícil para los investigadores atar los cabos sueltos hasta conseguir que un tribunal ordenara su detención.
A Nataly se le imputó el delito de homicidio intencional en perjuicio de su ex concubino; el 29 de enero de 2004 ingresó a la cárcel de mujeres de Los Teques. El 4 de febrero el mismo tribunal emitía boletas de captura para Alexis Marvin González Escobar, Wilmer González Escobar y Miguel Ángel Loreto Martínez, éste último fue apresado en Catia; en tanto que Alexis, el antiguo amante de la viuda negra, se entregó en la fiscalía al enterarse de que se le estaba buscando, su hermano puso pies en polvorosa.
El 5 de enero de 2005 la jueza Carmen Arocha, decidió sentenciarla por homicidio calificado en grado de determinadora, lo que acarreaba la pena máxima, sólo que la acusada viendo la montaña de evidencias, testimonios y peritajes decidió admitir los hechos para conseguir una sustancial rebaja de la pena.
* Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas
Publicado el 4 de febrero de 2018 en Crónicas del Tánatos
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Referencias
Herrera, Ernestina «’A mi hermano lo mataron por venganza’ Entrevista a Joaquín Dos Santos » El Nuevo País, Grupo Editorial Poleo. 15 de octubre de 1996, página 23.
Aguzzi, María Gabriela «Viuda negra de Catia, bella de día, asesina de noche» El Mundo, Cadena Capriles. 31 de enero de 2004, página 20. Última.
Cazal, Rocío «La viuda negra: ‘Soy afortunada en el amor, desafortunados fueron ellos’» El Mundo, Cadena Capriles. 14 de febrero de 2004, página 20. Última.
Prensa consultada:
El Globo, Últimas Noticias, 2001, El Mundo, El Nuevo País y El Universal. Entre octubre de 1996 y enero de 2005.