La masacre de San Román

La masacre de San Román

¿Se pudo haber evitado?


Esta tragedia en 2015 cumplió 20 años, sin duda un suceso que paralizó el país. Se lo traemos de la mano de Crónicas del Tánatos, que como siempre nos presenta un texto exquisito y muy bien documentado. Disfrútenlo


 

Por: Crónicas del Tánatos


Con el cañón de una Ithaca calibre 45 apuntando a su cabeza, Alicia de Sousa no tuvo más opción que abrir la caja y entregar el producto de las ventas del día. Los billetes pasaron de sus trémulas manos a la bolsa que sostenía el hombre que la amenazaba.

Finalizaba la tarde del jueves 31 de enero de 1991 y para los dueños del automercado Las Fuentes en El Paraíso había sido un buen día; por lo menos hasta que aparecieron aquellos tres tipos pistolas en mano. José Rodríguez el propietario, pidió al hombre que lo apuntaba que no lastimaran a nadie, éste lo examinó con desden, acomodó el cigarrillo que tenía entre los labios y ordenó a sus compinches que arrasaran con todo lo que estuviera a mano.

Minutos después salieron de la zona a bordo de un Malibú conducido por un cuarto cómplice. Estaban eufóricos; aquel del automercado había sido el tercer robo del día y el portaequipajes estaba repleto de cosas para vender. Tomaron la avenida José Antonio Páez con dirección al centro, pero les esperaba una sorpresa: La policía alertada por los vecinos montó un retén en el distribuidor Baralt; al verse cercados, abandonaron el vehículo y caminaron un corto trecho hasta oír la voz de alto. La aventura había terminado.

Los cuatro hombres que interrogó personalmente el comisario Luis Beltrán Gómez, jefe de la zona 8 de la Policía Metropolitana respondían a los nombres de Juan Manuel Méndez, Rubén Darío Rojas, Juan Antonio Alberto Peña y Oscar García; el primero de ellos estaba solicitado desde mayo de 1990 por hurto genérico. Con su captura, tres de ellos obtuvieron becas para un posgrado en la universidad del hampa: El Internado Judicial de La Planta. Rubén Darío Rojas quien para entonces tenía 17 años fue enviado a un retén de menores.

4 años después

Al entrar a la calle Chivacoa de Colinas de San Román, Juan Manuel Méndez notó que en una de las casas, la reja estaba entreabierta. Alertó a Oscar García quien de inmediato paró el pequeño auto. Tres hombres se bajaron y con paso rápido alcanzaron aquella puerta, que era la que daba acceso al estacionamiento de la quinta Fiorenza, propiedad de la Familia Taddei.

Las personas que conversaban dentro se vieron de pronto rebasadas por la violenta intromisión. Una vecina que pasaba por la acera notó que había jaleo, vio el auto rojo estacionado más abajo y entró en sospechas. Cuando llegó a su casa telefoneó a la Familia Taddei; como nadie respondía decidió llamar al número de emergencias de la Policía de Baruta.

En la quinta Fiorenza, sus habitantes experimentaban el terror de verse sometidos por sicópatas ansiosos de recuperar el tiempo perdido en prisión. Atados y amordazados veían ir y venir a los hombres que con amenazas de muerte preguntaban por las joyas y el dinero.

Afuera, Oscar García se fue poniendo nervioso; supo que estaban descubiertos por el movimiento de personas en torno a la quinta; solo sería cuestión de minutos para verse rodeados; así que decidió abandonar a sus compañeros; se bajó del auto, caminó hasta la avenida; tomó una buseta y se fue a casa. Cuando se alejaba pudo ver que la policía llegaba a la zona.

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Los años de la ira

Caracas ha sido durante mucho tiempo una ciudad castigada por el crimen; con épocas en las que aumenta o disminuye la virulencia hamponil. Ese balancín trágico ha dejado años especialmente violentos, como el bienio 94-95 del pasado siglo en el que se registró una alarmante ola de robos y homicidios, he aquí algunos de ellos:

En noviembre de 1994, la docente Margarita Matute fue asesinada al salir de una agencia bancaria de la que había retirado 200 mil bolívares, el hecho tuvo lugar en la calle Rísquez de Los Chaguaramos.

Un mes después, el 28 de noviembre, ultimaron al joven abogado Felice Alexander Guerra para despojarlo de su automóvil; el 10 de febrero de 1995, la señora Carmen Kristela Ortiz ex ejecutiva de Venevisión, retiró 400 mil bolívares de un banco y al momento en que se disponía a efectuar algunas compras fue abordada por sujetos que no conformes con robarla decidieron darle muerte pese a que la dama nunca opuso resistencia.

El 28 de abril tocó el turno al pelotero Gustavo Polidor, muerto a tiros en la puerta de su casa en Santa Mónica; pocos días después perdió la vida la señora Gioconda Chirinos de González al momento de producirse una balacera frente a la arepera “El Tropezón”.

El 19 de mayo, el médico Luiggi Bertucci, en un acto de buen samaritano, salió del hospital Clínico Universitario con la intención de comprar medicinas para un paciente sin recursos, al bajarse del auto frente a la farmacia “Capital”, lo interceptaron dos hombres que lo mataron para llevarse el vehículo; el jueves 25 de mayo en horas de la noche, el arquitecto Gualberto Salazar recibió un disparo mortal en el pecho luego de retirar dinero de un cajero automático, el crimen ocurrió en la calle 7 de La Urbina.

Y finalmente el viernes 23 de junio, la urbanización San Román, se convirtió en el escenario de un drama que se grabó en la memoria del país: La tragedia del Urológico.

La inútil huída

Antonio Peña lanzó una maldición al oír la sirena policial; aún no robaban algo que valiera la pena y ya tenían que huir. Juan Manuel Méndez se asomó por la ventana y vio que el auto estaba solo.

Cabeza e motor se piró- anunció a sus compinches.

Éstos preguntaron a los Taddei por las salidas que tenía la casa. Tomaron al joven Claudio Patricio como rehén y salieron por detrás.

La quinta Fiorenza se rodea de tupidos bosques que caen a un valle donde se levanta la sede del Instituto de Clínicas y Urología Tamanaco, mejor conocido como el Urológico de San Román. Hasta allí llegaron con el rehén; pero las esperanzas de escapar pronto se esfumarían; abajo, agentes de la policía de Baruta (Polibaruta) les salieron al paso. La primera reacción de los desesperados hombres fue disparar; el rehén espantado al verse en medio del fuego, resbaló y cayó; el que lo llevaba trataba de levantarlo pero la corpulencia del muchacho se lo impedía.

La balacera seguía; en medio de la confusión uno de los delincuentes logró escapar. Los otros dos se afanaban en buscar una salida. Al percatarse de que estaban en una calle ciega, arrojaron a Claudio como saco de patatas hacia los policías y aprovechando el desconcierto de éstos entraron al centro de otorrino anexo a la clínica. Siete mujeres se encontraban laborando allí en ese momento: una médica, tres enfermeras, una recepcionista y dos secretarias.

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Al sentir que Oscar García entraba a casa, su mujer salió a recibirlo. El hombre llegó alterado y no respondió a su saludo. Iba de un lugar a otro como animal enjaulado, dando nerviosas chupadas a un cigarrillo. Le preguntó qué ocurría pero él no la escuchaba; le siguió cuando entró a la habitación que les servía de dormitorio y lo vio encender el televisor.

Allí en la pantalla estaba la razón de la hosquedad de su esposo; en vivo y en cadena nacional se transmitía la toma con rehenes de una clínica al sureste de la ciudad. Según los reporteros, dos peligrosos delincuentes exigían la entrega de un vehículo para salir de la zona, de no cumplirse su petición matarían a las mujeres que estaban con ellos.

García pasó el resto de la tarde saltando de un canal a otro y oyendo las fantasmales voces que surgían del aparato sin saber muy bien qué hacer.

Preludio para una tragedia

El fragor de la balacera llegó al interior del centro de otorrino como un eco sordo. Las trabajadoras que estaban allí sabían que algo pasaba afuera, pero no tenían muy claro qué era exactamente hasta que vieron entrar a la muerte personificada en esos dos lunáticos.

Al verlos llegar, dos de las mujeres corrieron a esconderse; una en un baño y otra en una caja de seguridad. Las otras cinco damas quedaron a merced de Juan Manuel Méndez y su secuaz, el dominicano Juan Antonio Peña. Los funcionarios de la Policía Municipal de Baruta lanzaron una descarga que por fortuna dio contra un vidrio blindado, de pasar esas balas podían haber impactado a alguna de las cautivas.

Aída Molina, Gloria Ojeda, Zulay Quintero, Virginia Castro y Teresa Rodríguez fueron llevadas a una pequeña oficina; un típico viernes de trabajo se había convertido en una película de horror en la que ellas eran las protagonistas.

El comisario Gustavo Moros, jefe de patrullaje de la Policía Municipal de Baruta asumió entonces las primeras negociaciones, trató de persuadir a los sujetos para que depusieran su actitud y se entregaran pacíficamente; mas la respuesta que recibió fue tajante: o les dejaban ir o habría muertos; para subrayar lo dicho los hampones dispararon dentro del lugar. Mientras todo aquello ocurría, la dama que se ocultaba en el baño comenzó a llamar desde su celular a diferentes cuerpos policiales.

La zona se fue llenando de policías, de periodistas, de dirigentes políticos y de los infaltables curiosos. En minutos, 300 funcionarios de los más disímiles cuerpos de seguridad coparon el terreno. 35 francotiradores tomaron posiciones, mientras camarógrafos y reporteros corrían imprudentemente detrás de los agentes que rodeaban el edificio.

Poco a poco se fue configurando el caldo de cultivo para la tragedia, los ingredientes: Falta de coordinación policial, ausencia inexplicable de fiscales del Ministerio Público, invasión por parte de otras policías de funciones propias del Cuerpo Técnico de Policía Judicial, afán de figuración de algunos agentes, canales de televisión ávidos de una exclusiva costara lo que costara y el deseo por parte de algunos dirigentes políticos de obtener dividendos para las cercanas elecciones regionales.

Entre los jefes policiales se encontraban Rafael Damiani Bustillos, segundo comandante de la Policía Metropolitana a quien se vio desde los primeros momentos dando órdenes; Jorge Hernández Guzmán, jefe nacional de investigaciones de la Policía Técnica Judicial y funcionario de mayor rango de ese cuerpo presente en el lugar, a quien luego se criticó duramente por no asumir sus atribuciones y dejar que otros hicieran; Wilmer Márquez, director de operaciones de la Policía Municipal de Baruta y Henry Zuloaga, director de esa institución. También se hizo presente un comando especial de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP).

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La matanza del Urológico

El comisario Gustavo Moros, ahora acompañado por Dick Rivas, jefe de investigaciones de Polibaruta insistía en dialogar con los delincuentes. Éstos exigían que se les dejara ir. Moros y Rivas llegaron a proponer un canje: Ellos a cambio de las mujeres. Juan Méndez y Antonio Peña desestimaron la oferta; no era lo mismo someter a un grupo de temerosas damas que a hombres entrenados en el combate.

Para fortalecer su precaria situación, los maleantes hicieron creer que tenían una sub ametralladora y dos granadas con las que volarían el lugar si algún policía intentaba ingresar. Las supuestas granadas no eran más que tazas de porcelana envueltas en papel. Virginia Castro, una de las retenidas contaría días después que los dos hombres estaban cada vez más alterados pues se podía oír a los agentes caminando por el techo; lanzaban imprecaciones y pedían a gritos que los pusieran en contacto con un fiscal; como no había en el lugar ningún representante del Ministerio Público, la policía los comunicó con uno, vía telefónica. La exigencia al funcionario fue la misma: La entrega de un automóvil para salir y que nadie les siguiera.

Las autoridades accedieron con la intención de ganar tiempo; el Comisario Alberto Morales de la PTJ fue comisionado para entregar el carro. La situación que se había prolongado por más de tres horas era tensa. Los hombres se prepararon para salir, cubrieron sus rostros con improvisadas capuchas y ordenaron a las mujeres en fila india. Encabezando la macabra línea estaba Aída, apuntándola a la cabeza la seguía uno de los delincuentes, Teresa Rodríguez iba de tercera, seguida de Virginia y Zulay que precedían al otro sujeto y de última sirviendo de escudo a éste, estaba la doctora Gloria Ojeda.

Oscar García, como miles de venezolanos, miraba el televisor hipnotizado. No podía creer que lo que empezara como un rutinario robo, terminara con sus compañeros de faena metidos en semejante berenjenal.

El reportero anunció que en pocos minutos delincuentes y rehenes saldrían del edificio. En pantalla se veía a Morales en mangas de camisas, estacionando un Toyota color gris. A continuación las cámaras enfocaron la puerta de vidrio del centro de otorrino. Luego de dramáticos segundos se vio emerger al espectral grupo que trataba de mantener el paso de aquella marcha compacta. Los hombres miraban en todas direcciones buscando francotiradores. Las mujeres avanzaban lentamente tomadas de la manos y sintiendo el aleteo del ángel de la muerte en torno a ellas.

Se situaron al lado del vehículo y subieron; Aída Molina y Teresa Rodríguez fueron conminadas a subir a los asientos delanteros, la primera manejaría el auto y la enfermera iría de copiloto. Por todos lados se oían gritos; la operación de rescate no parecía tener un líder; policías y políticos impartían órdenes y contraórdenes. El caos precedía a la catástrofe. Los delincuentes con los nervios de punta blandían sus armas en gesto desafiante. De pronto, dentro del carro todo quedó en silencio. Aída había dicho algo que nadie entendió. La vieron agitando las manos y moviendo los labios con el rostro lloroso pero no la escuchaban. Por segundos la vida pasó en cámara lenta hasta que la mentada de madre de Juan Manuel Méndez los devolvió a la realidad.

La policía había entregado el vehículo sin llaves. Esto provocó el estallido de los delincuentes y el llanto histérico de las mujeres que rogaban por sus vidas. Asomaban por las ventanillas y pedían a gritos que les dejaran partir; en el paroxismo de la ira Juan Manuel y Antonio exigieron otro carro. A la distancia se podía ver al primero oprimiendo el cañón del arma contra el cráneo de Aída.

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El comisario Morales subió con un nuevo Toyota, esta vez de color rojo. Lo estacionó a pocos metros del sitio en el que estaba el otro. Se apeó lenta y cuidadosamente mostrando las manos en todo momento, abrió las portezuelas y con los brazos a medio levantar se dio la vuelta para regresar a pie. En ese momento creció la angustia de las retenidas debido a que los delincuentes se negaron a bajar. Algo se olían en todo aquello; miraban nerviosos en todas direcciones. Desde algún lado alguien gritó – ¡No vayan a disparar!-. Las mujeres volvieron a pedir que les dejaran ir.

Decididos a jugarse la última carta, los maleantes organizaron el trasbordo; esta vez el grupo era más compacto, Antonio Peña salió adelante rodeando el cuello de Aída con su brazo.

Dos francotiradores, uno de la DISIP y otro de la PTJ que tenían la orden de neutralizar a los secuestradores, se ocultaban en puntos equidistantes. Debían esperar el momento propicio y actuar en sincronía. El comisario Alberto Morales ordenó la retirada de los agentes de la Metropolitana y Polibaruta, dándoles la tarea de contener a periodistas y curiosos. La zona debía estar despejada.

La apretada masa de rehenes y hampones se situó al lado del auto. Esta vez sería Peña quien llevara el volante. Llegó el momento de subir y con ello la oportunidad que esperaban los francotiradores.

El de la PTJ anunció por radio

Lo tengo… lo tengo. – Indicando que su objetivo estaba en la mira.

Se esperó entonces a que el tirador de la DISIP hiciera lo mismo. El plan era precisar a los hombres al mismo tiempo y a la cuenta de tres, liquidarlos.

– Lo tengo- anunció el segundo. El de la PTJ empezó el conteo.

– Uno, dos… ¡Tres!

A las 5:30 de la tarde un proyectil golpeó la cabeza de Virginia Castro. Teresa Rodríguez volteó justo para ver al agónico Antonio Peña accionando su pistola contra Aída Molina al tiempo que le decía: -Como la policía me falló, ahora yo te mato a ti-. La enfermera se acurrucó en el asiento rogando a Dios por su vida. Peña se desplomó mientras Virginia Castro se lanzaba malherida a una cuneta, buscando refugio de las balas. Desde allí pudo ver a su amiga Aída tirada en el piso. Juan Manuel había colocado a la doctora Gloria Ojeda como escudo, siete de los proyectiles dirigidos a él la impactaron. Sotero Pérez, jefe de la Brigada de Acciones Especiales intentó acercarse por detrás, el hampón lo detectó y le disparó a la cabeza, fue lo último que hizo antes de caer muerto. Zulay Quintero mientras tanto, presa de una crisis nerviosa solo atinaba a cubrirse el rostro sangrante, una de las balas había vaciado su ojo izquierdo.

El resultado no podía ser más funesto. Aída Molina de Valbuena yacía muerta; la doctora Gloria Ojeda, el comisario Sotero Pérez y Zulay Quintero estaban gravemente heridos; Virginia Castro sentía aún el intenso ardor de la bala que rozó su cráneo. Los policías se acercaron, tomaron el cadáver de Antonio Peña y lo arrastraron unos metros. Otros trasladaban a los heridos a la clínica. Los cuerpos de Juan Manuel Méndez y su compinche terminaron en la morgue del hospital Pérez de León.

En menos de un minuto todo había terminado. Oscar García apagó el televisor, se incorporó de la cama y mientras aplastaba el cigarrillo con el zapato dijo a su mujer.

–Coño negra, los mataron malamente, recoge tus cosas que tenemos que irnos de esta vaina –.

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“Este país vive en un completo desorden”

En los días que siguieron a San Román, el pueblo fue testigo de disputas entre altos funcionarios del estado. Las sobrevivientes, por su parte tuvieron que enfrentarse a un nuevo tipo de terror: Las amenazas telefónicas.

Y es que como se sabe, la victoria tiene cien padres pero la derrota es huérfana; y San Román aunque nadie quería admitirlo había sido una agobiante derrota. Ante la natural reacción de la opinión pública se trató de justificar el error cometido alegando que uno de los delincuentes había disparado primero, lo que obligó a la policía a actuar como lo hizo. Solo que desde su lecho de convalecencia, Virginia Castro revelaría a la prensa lo que había visto.

El que hizo el primer disparo fue un policía que estaba escondido por detrás del estacionamiento.

Esta declaración la respaldó Teresa Rodríguez, la enfermera que salió milagrosamente ilesa de la balacera, complementándola con un nuevo dato:

Yo vi en el chaleco el letrero que decía DISIP. Dispararon contra el muchacho que sometía a Aída. En ese momento escuché que le dijo, “Ellos no me cumplieron con lo convenido, así que te mato”. Yo logré arrodillarme en la camioneta y fue entonces cuando empezaron a disparar como locos. Los cuerpos de seguridad no cumplieron con lo que habían prometido. A estas voces se sumó la de Zulay Quintero, la otra superviviente.

El sábado en la tarde se pedía la cabeza del ministro de Interior, Ramón Escovar Salom y se exigía una investigación imparcial que llevara a establecer responsabilidades políticas y penales.

El doctor Escovar Salom negó que la policía o él tuviesen alguna responsabilidad y aseguró que la actuación de los diferentes cuerpos había sido coordinada. Convocó al Gabinete de Seguridad, conformado por distintos ministerios y la gobernación de Caracas, a una reunión que debía efectuarse el domingo 25 a las 10 de la mañana. Allí se analizarían los hechos y se propondrían nuevas medidas para enfrentar el auge delictivo.

La prensa de esos días reprochaba la ausencia en el lugar de fiscales del Ministerio Público y recogía las denuncias hechas por las sobrevivientes; asimismo reseñaba declaraciones de los comisarios José Ramón Lazo Ricardi y Eleazar Cuotto Rendón, director y subdirector respectivamente de la Policía Técnica Judicial, en las que admitían que hubo cierta confusión en la operación de rescate al tiempo que condenaban a ciertos policías que estaban en el sitio con ganas de figurar y asumiendo ilegalmente atribuciones que eran propias de la PTJ.

Cerca de las diez de la noche del sábado 24, falleció el comisario Sotero Pérez, la bala le había destrozado la masa encefálica. La doctora Gloria Ojeda luchaba por su vida en medio de una situación bastante crítica. Once días después su cuerpo se rendiría. Los otros heridos, entre ellos varios funcionarios policiales se recuperaban lentamente.

En la tarde del domingo, luego de tres horas de reunión, el ministro de Interiores anunció al país la conclusión a la que había llegado el Gabinete de Seguridad: La primera bala la disparó uno de los delincuentes; esto según dijo lo habían podido determinar luego de examinar un video cedido por la Agencia Venezolana de Noticias. Esa declaración no convenció a nadie. El lunes 25, el Fiscal General de la República doctor Iván Darío Badell, advirtió que las investigaciones formales del caso las llevaría su despacho y que un vídeo no era suficiente para llegar a ninguna conclusión.

Esto originó una escaramuza entre el Fiscal y el ministro Escovar Salom, a la que se sumó el ministro de Justicia Rubén Creixems. En medio de la diatriba el doctor Badell soltó la frase: “Este país vive en un completo desorden”. Aludiendo a la falta de coordinación entre los distintos factores de poder para buscar solución a los problemas.

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Amenazas a testigos y detenciones

Al comenzar la semana, un familiar de Zulay Quintero denunció que luego de las declaraciones dadas por ella y sus compañeras acerca del origen de los disparos comenzaron a recibir amenazas. Según lo dicho por esta persona, alguien los llamó para decirles textualmente “Quédense quietos y dejen de estar alarmando y levantando escamas”. Esta situación pareció repetirse con Virginia Castro pues el día en que funcionarios de la Brigada contra Homicidios intentaron interrogarla en torno a lo que había declarado, se negó a hacerlo debido a que no estaba presente un fiscal; como los detectives insistieron la mujer entró en crisis y tuvo que ser sedada.

Para ese día los cuatro miembros de la banda estaban plenamente identificados. A los fallecidos les practicaron necrodactilia, debido a que portaban documentación falsa, resultando ser Juan Manuel Méndez y Antonio Alberto Peña (a) Tony Dominicano. Los otros respondían a los nombres de Rubén Darío Rojas Montilla y Oscar García. Aunque estaban en fuga, las autoridades esperaban capturarlos más temprano que tarde.

El martes 27 de junio, el ministro de Justicia Rubén Creixems admitió la probabilidad de que el informe que se preparaba determinara responsabilidades político-administrativas entre algunos jefes policiales. Un día antes había revelado a la prensa los aspectos esenciales del plan de rescate puesto en práctica el viernes 23 y dejo entrever que el francotirador de la DISIP fue el que cometió el error. Según el alto funcionario, el tirador de la PTJ accionó el gatillo a la cuenta de tres, logrando abatir a su objetivo, pero el del otro cuerpo no disparó sincronizadamente, dejando la puerta abierta para todo lo que sucedió luego.

Ese mismo martes, un sujeto identificado como Franklin José García fue detenido por la Guardia Nacional en el marco de un operativo relacionado con el robo de un vehículo. Al ser llevado a la comandancia se detectó que en realidad se trataba de Rubén Darío Rojas, la cédula que llevaba consigo era espuria.

El miércoles, el círculo se cerraba con la detención de Oscar García quien permanecía oculto en un rancho del caserío Vigirima, en el estado Carabobo. Campesinos de la zona entraron en sospechas al ver a aquel desconocido y lo denunciaron. Los hombres pese a estar vinculados con los hechos de San Román no podrían ser acusados sino de robo, pues ninguno había participado en las acciones que desembocaron en la matanza del urológico. Solo Rubén Darío Rojas cargaría con dos acusaciones: Secuestro y robo, por el rapto del joven Claudio Taddei.

El tiempo pasó y otras acciones sangrientas echaron paladas de olvido sobre el caso de San Román. Las investigaciones transitaron del plano judicial al parlamentario. El 10 de julio la comisión especial de la cámara de diputados que investigaba los hechos determinó que efectivamente, los tiradores asignados a la operación del urológico habían procedido de forma incorrecta.

El país sumido en otras preocupaciones, casi ni se enteró de que el 28 de noviembre de 1995 el Tribunal Décimo de Primera Instancia en lo Penal asumió las investigaciones del caso. Investigaciones que como en otras oportunidades, salvo por la detención y prisión de los antisociales no llegó a nada sustancial.

En diciembre de 1998, la promoción de licenciados en Ciencias Policiales llevó por nombre “Comisario Sotero Pérez Izquierdo”, en homenaje al oficial que falleciera en el cumplimiento del deber durante los hechos ocurridos en el Urológico de San Román.


 

Referencias:

Gutiérrez, Santiago. “Al filo del delito” páginas 89 a 100. Publicaciones Degal C.A. Valencia. 2011

Prensa consultada

El Universal, Últimas Noticias, El Mundo, El Nacional y El Aragueño entre noviembre de 1994 y diciembre de 1998

Publicado el 9 de noviembre de 2013

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