La Jirafa de García Márquez

La Jirafa de García Márquez

Textos legendarios del Nobel colombiano


 

Con el permiso del Gabo, en Pluma Volátil nos dedicaremos a exponer una serie de textos publicados bajo el seudónimo «Septimus» en diferentes diarios colombianos como El Universal y El Heraldo en la década de los 40 y 50. Los primeros trabajos periodísticos del futuro Nobel de Literatura


 

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Rafael David Sulbarán

Jefe editor

 


 

 

 

Gabriel García Márquez siempre expresó que le debía más dela mitad de su nobel al periodismo. «Soy un periodista, fundamentalmente. Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista aunque se vea poco. Pero esos libros tienen una cantidad de investigación y de comprobación de datos y de rigor histórico, de fidelidad a los hechos, que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos, pero el método de investigación y de manejo de la información y los hechos es de periodista», dijo el Gabo durante una entrevista a Darío Arismendi, de Caracol Radio, en Bogotá en 1991.

Y bueno, si nos ponemos a analizar a vuelo de pájaro su más famoso libro «Cien años de soledad» es una obra que combina la magia surrealista con hechos verídicos, como la leyenda de «Francisco el hombre»o el cuento del Gallo cepón (o pelón en Venezuela). De igual forma «Crónica de una muerte anunciada» es un reportaje novelado del asesinato de un amigo de García Márquez. Entonces acá en Pluma Volátil nos ha dado por publicar esos cuentos cortos, textos llenos de humor, irreverencia que tratan temas cotidianos de una forma magistral y un sentido literario gigante, los cuales, si nos ponemos a ver muy bien, son similares a todas las cosas locas que publicamos en este sitio.

Comenzamos esta serie con La Jirafa (las llamó así porque eran largas y delgadas como una jirafa), una columna que salía al ruedo en «El Universal», periódico de Cartagena y luego en «El Heraldo», rotativo de la ciudad de Barranquilla. El futuro nobel las firmaba bajo el seudónimo de «Septimus» y tuvo una muy buena acogida por el público lector. Estos textos, dieron pié a futuras novelas. De aquí sacó personajes fantásticos y esas historias llenas de realismo mágico que nos deleitan. ¿De dónde tomamos prestadas estas líneas? De un libro publicado en 2012 por la Fundación Para el Nuevo Periodismo Iberoamericano Gabriel García Márquez titulado «Gabo periodista»que presenta una selección exquisita de sus mejores párrafos periodísticos.

Fastidio del domingo

Se me pregunta por qué la jirafa no merodea los lunes y respondo con toda la formalidad exigida por el padre padre Astete: «La jirafa no merodea los lunes porque tendría que ser escrita en la tarde del domingo, lo cual es sustancialmente imposible». Nada se parece tantoa una tarde del domingo como una señora sentada. Pero no una esbelta y aclimatada señora propietaria de una corpulencia de condiciones decorativas, sino una de esas señoras rabiosamente antisindicalistas, con ciento cincuenta kilos de peso y dos metros de ancho, que se sientan a hacer la digestión después de un almuerzo espectacular. Así sentadas, esas reverendas damas empiezan a bostezar, a tratar de dormirse sin quererlo, a disfrutar del fastidioso placer de coquetear con el dueño sin darle tregua a la vigilia. Ese espectáculo -dos minutos después de iniciado- será suficiente para convencer al más incrédulo  de los espectadores que nada hay tan contagioso como la modorra, practicada dignamente por una dama de las dimensiones expuestas, y que – por las mismas razones – nada se parece tanto a una tarde de domingo en la ciudad como una señora sentada.

Es posible que un miércoles o un viernes alguien se encuentre, de repente, con que ha perdido la imaginación de distraerse. Pero es casi seguro que en esa ocasión un buen libro o un mal cine pueden descubrir el secreto paraíso de la distracción codiciada. Los domingos no. Los domingos -y si lo son tan dominicalmente dignos como el que acaba de pasar – cualquier libro es mediocre y cualquier cine, así dure seis horas el espectáculo, no será nunca lo suficientemente completo como para solucionar el problema del fastidio. El domingo, ya en las horas de la tarde, el caballero más refinado empieza a perder su barniz de civilización, se vuelve analfabeto, insociable, y casi completamente antropófago, porque son las seis horas de la catástrofe semanal destinadas a conmemorar los días bárbaros de la edad de piedra. Solo un esfuerzo de voluntad nos impide entonces salir a la calle vestidos con la desabrigada piyama de la madre naturaleza y repartiendo garrotazos a diestra y siniestra, que debió de ser la forma en que los trogloditas celebraban sus fiestas patrióticas.

De allí que el domingo sea, vertebralmente, un día equivocado, inútil, que debió pasarse de contrabando cuando los astrónomos tomaron las medidas del tiempo humanamente soportable.

Por eso no acostumbro a escribir los domingos. Porque entiendo que la semana es un vestido que le queda demasiado grande a todos los hombres. El número justo es de seis días y hasta de seis días y medio si se prefiere la ropa holgada en un clima como el nuestro. Pero por mucho que se ajusten las costumbres, por mucho que se le borden arandelas y se le inventen bordes plegadizos al ancho vestido de la semana, siempre la tarde del domingo le sobrará al hombre de la ciudad y le quedará arrastrando como una cola fastidiosa y absurda.

Septimus (Gabriel García Márquez)

Publicada en El Heraldo de Barranquilla, el 7 de febrero de 1950 

 

 

No era una vaca cualquiera

Una vaca en el centro de la ciudad es una de las pocas maneras que se han descubierto para anticipar el domingo. En una ciudad donde cada esquina es, desde hace veinticinco años, un serio problema para el tránsito y cuyos habitantes no tienen otra noticia del campo que la botella de leche que todos los días amanece en la puerta de sus casas, la sola presencia de una vaca en la vía pública constituye una alegre y alborotada anticipación del domingo. La última semana, en virtud de milagrosa intervención vacuna, tuvimos un martes reposadamente dominical.

En medio de los automóviles paralizados, de los innumerables transeúntes que a esa hora se dirigían al trabajo, corridas las cortinas metálicas de los almacenes y mientras un altavoz anunciaba, a todo volumen, las excelencias de una droga insustituible, se registró la pequeña conmoción cronológica. Y allí estaba la vaca, seria, filosófica, inmóvil, como la simbólica estatua de un ministro plenipotenciario.

Gracias al cine y a la propaganda de los productos lácteos, los niños de la ciudad están capacitados para diferenciar una vaca de un tigre. Y hasta de un toro. Por eso cuando el agente de tránsito se acercó al animal, físicamente sembrado al pavimento, como un árbol de cuatro patas (y cola) y trató de persuadirlo por todos los medios conocidos de que prosiguiera la marcha, los chicos se esforzaban en los balcones por evitar que las autoridades echaran a perder el único espectáculo vivo que se ha ofrecido en muchos años. Y como la vaca parecía estar radicalmente de acuerdo con los niños, el profundo desprecio con que respondió a las sugerencias del agente de tránsito marcó el principio en una hora de fiesta brava, improvisada, que aplazó para el día siguiente la reapertura de las actividades comerciales.

A las cuatro de la tarde no había un solo almacén abierto, La administración pública, en sala plena, le sacaba partido al espectáculo desde uno de los balcones del edificio nacional, como desde una contrabarrera burocrática. Todo, desde ese momento, estaba aceptado oficialmente. Y el martes se transformó en domingo, con todas sus consecuencias de invitaciones a comer y cambio de programa de los cines. El altavoz pasó entonces a recordándoles a los habitantes de la ciudad  que el incendio de Chicago se inició cuando una vaca le dio una patada a una lámpara. Alguien trató de demostrar que no era buey sino vaca el evangélico rumiante que calentó el pesebre de Belén. Las muchachas, en coro, cantaron «La vaca lechera». Y a las cinco de la tarde la vaca era el personaje más importante de la ciudad, el que habría podido subirse a una tribuna , a dar bramidos demagógicos, en la seguridad de3 que habría conquistado los votos necesarios para ingresar al parlamento.

En un hotel, unos boxeadores que recorren el país ofreciendo espectáculos de fuerza, estaban almorzando cuando oyeron la gritería. A esa hora todo el mundo sabía, aunque no se hubiera movido de su casa, que una vaca estaba plantada en el centro de la ciudad. Y los boxeadores, con su saludable alegría de niños enormes y bien alimentados, salieron con sus sacos vistosos y sus zapatos de caucho a tomar parte en la vertiginosa fiesta de la vaca.

De todas las casas salieron sobrecamas, cortinas, gallardetes. Una mujer protagonizó un número de entreacto, porque su marido se echó a la calle a sacarle verónicas a la vaca con una camisa de dormir. De los balcones cayeron sombreros y serpentinas. Y cayó un hombre. Porque no hay domingo, por muy santo que sea, en que un borracho no dé un traspié en un segundo piso y se rompa la crisma en el pavimento.  El martes se había convertido en domingo intempestivamente; no hubo tiempo para que los borrachos profesionales se pusieran a tono con las circunstancias. Pero como las cosas debían suceder a cabalidad, como en los mejores domingos, un hombre se cayó de un balcón, en el más improcedente estado de sobriedad, y cumplió así con el deber de romperse la crisma en aquel alborotado martes dominical.

Cuando se encendieron las luces la vaca seguía en su lugar, impasible, indiferente a la gritería. Nadie pudo moverla. Ni siquiera los boxeadores. Y allí estuvo hasta la medianoche, cuando uno de los borrachos oportunistas le dio un viva al partido liberal y desapareció. Entonces vino un pelotón de policía y a físicos trompicones arrastraron al animal hasta el patio de la cárcel.

     Septimus (Gabriel García Márquez)

Publicada en El Heraldo de Barranquilla, el 3 de abril de 1951


Con la colaboración de: FNPI

Gabo Periodista, antología de textos Gabriel García Márquez (2012)


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