Los viajes a ese lugar extraño pero inmensamente familiar se hicieron constantes, tanto, que casi se vuelve una obsesión para Lina. Su madre que estaba ausente, regresa para enfrentar el capricho del tiempo. Disfruta de este último capítulo de La Clavellina, nuestra primera serie de cuentos.
Por: Rafael David Sulbarán. Periodista. Pichón de escritor
Ese día Miguel celebró bastante. Tanto tomó que al otro día no pudo trabajar. Eso en realidad calmó a Catalina, que pensó su padre la botaría de la casa. Ocurrió todo lo contrario, ahora Miguel se pasaba horas en la casa tratando de cuidar a su hija. Catalina ahora trabajaba menos, pero como sus labores se centraban en casa, ella siempre quería estar ocupada para tratar de que las horas pasaran rápido y evitar pensar qué le deparaba el futuro, lo qué dirían sus suegros al enterarse que su hijo, el perfecto estudiante había preñado a la novia.
Gilberto aún no le había contado a sus padres. Con Julio no había tanto problema, pero su madre tal vez sí. Ella no quería que su hijo anduviera tanto por allí en esa carretera todas las semanas yendo y viniendo de Carvajal hasta la capital. Una tarde, Gilberto sentó a su padre justo antes de cenar.
-Papá, tengo que confesarte algo.-Dijo Gilberto.
–Cuéntame hijo, ¿tienes problemas?-preguntó Julio.
–Bueno, en realidad no es problema, pero es algo delicado. Vas a ser abuelo.
La expresión de Julio fue un poco fría, no se esperaba esa noticia. Pero acto seguido soltó:
–Jajaja de verdad hijo, conchale, me has dejado loco con eso. ¿Y qué piensas hacer?
–Bueno padre obviamente voy a responder por mi criatura, yo quiero demasiado a Cata, es una mujer que me ha ayudado a sonreír de nuevo, no le puedo fallar.
–Claro hijo, además es una responsabilidad enorme. Vaya, estoy muy contento por ti, pero ahora debes estar consciente que tendrás que trabajar el doble.
-Así es padre. Venga un abrazo.- Dijo Julio acercándose a su padre y dándole un abrazo que duró como tres minutos.
Esa noche Gilberto planeaba ir a la capital, a su casa, para contarle a su madre. No quiso llamarla, creía que no era la forma de dar una noticia como esa. Así que prendió su camioneta verde y tomó carretera. Calculaba llegar allá como a las 10.00 de la noche. Glenda lo estaba esperando, ya que le había avisado por teléfono que hoy dormiría allá. Esa noche llovía, pero Gilberto no tuvo problemas para arribar.
Glenda le tenía la cena lista. Ambos se abrazaron al verse, hacía casi un mes que no se veían porque Gilberto ahora se la pasaba más en La Clavellina que en su casa citadina. Madre e hijo se sentaron a degustar plátano con queso y jugo de lechoza. Luego vino un cafecito.
–Mamá. tengo que contarte algo. Por favor, te ruego que no lo tomes mal.
–Gilberto, eso sí me parece raro, primera vez que me hablas así.- Soltó Glenda con una expresión de rareza en su rostro.
–Bueno, yo sé que a ti no te agrada mucho Catalina, o bueno, el hecho que sea mi novia y ahora pase más tiempo allá, pero bueno, tengo que contarte que voy a ser papá.
Glenda se quedó muda. Inmóvil también. Miraba a su hijo con una expresión asombrosa, de disgusto, decepción e incredulidad. Ella sabía que su hijo no le mentiría, nunca lo haría. Entonces primero llegó la negación, como si se hubiese enterado de la muerte de un familiar.
–No hijo, eso es mentira, dejá las bromas pesadas-soltó Glenda.
–Ay mamá, no es ninguna broma. Vas a ser abuela.
Entonces Glenda le dio la vuelta a su hijo y se dirige a la sala. Allí se sentó en un gran mueble verde que casi no usaban, solo cuando había visitas o algo importante qué discutir.
-Hijo, vos no podéis hacerme esto. No puede ser, vaina, ¿dónde va a quedar tu futuro? Vos estáis estudiando, ya casi terminando, eso te puede trancar todo, un muchacho no es cualquier vaina mijo.- Disparó Glenda calmada, pero preocupada.
-Mamá, pero bueno, veamos eso como el fruto del amor que le tengo a Cata, ella no es una mala mujer, además no vamos a tener problemas económicos. El señor Miguel nos dio su bendición y papá también.
–Es que el problema no es el dinero, el problema es la atención con tu hijo, y también que te vas a distraer con la carrera, no váis a terminar a tiempo. Todos los planes que tengo con vos se van a caer mijo. vaina no puede ser.
Gilberto trató de calmar a su madre pero fue imposible. Glenda se fue a su cama llorando. Gilberto se quedó pensativo allí en la sala. No pudo dormir. La culpa lo invadía, pensaba que había traicionado a su mamá. Daba vueltas y vueltas. Se preparó un vaso de agua con azúcar, pero eso no ayudó. Prendió el televisor a ver si le daba sueño, pero nada, no podía dormir. Pensó que le hacía falta Catalina, que tenía que hablar con ella, pero estaba lejos y no se atrevía a manejar de nuevo.
Algo tenía que hacer para poder calmarse. Decidió pararse de nuevo y sentarse en la sala. Una gran ventana le mostraba la noche. La urbanización donde vivía era tranquila, llena de casas de clase media con platabanda. Un típico barrio de gente que pudo pagar para vivir medianamente decente. Nada más habían cuatro calles y detrás, un riachuelo pasaba, desembocando sus agua en un lago gigante, que de noche se veía más hermoso. Desde la calle trasera, un pequeño camino iba a dar al riachuelo. Gilberto quería tomar aire y ver la noche con el agua mezclada. Se acomodó sus gomas y salió.
La noche era fresca, la lluvia había hecho su trabajo. La gente dormía, era un martes laboral. Su reloj marcaba las 3:30 de la madrugada. No era común que anduviera por allí, pero no era raro que se acostara tarde. Llegó a la callecita última y abrió el portón de ciclón que daba al monte, Solo unos metros más y llegaba al caminito. Llegó al ratico y siguió el borde. Se escuchaban los sapos, los grillos, era el ruido normal de la zona. Siguió caminando, alumbrado todavía por las luces de la calle. A lo lejos vio algo raro, como una especie de madera tirada en el suelo, entre monte. Parte del borde estaba encima del camino que se había hecho por la gente que pisaba la grama. Le pareció raro porque allí no tiraban basura, pero se acercó. Cuando examinó la madera notó que se trataba del marco de un cuadro, lo tomó. De pronto sintió que se mareó y un ruido, raro, como si estuviera corriendo a toda velocidad. Se le apagaron las luces. De pronto apareció tirado encima de un monte. A lo lejos se veía un potrero y un caballito blanco muy familiar relinchaba.
Catalina se quedó esperando la llamada en la mañana de su novio. Le pareció raro, normalmente él siempre era muy cumplido con la hora. Pero esa mañana no apareció. Ella decidió no darle mayor importancia, creyó que estaría ocupado con su madre allá en la casa o algo así. Catalina empezó a preocuparse al segundo día. Gilberto no aparecía, ni llamaba nada. En su casa no sabían dónde estaba. Glenda contó que habló con él esa noche, como hasta las 11:30 y luego se fue a dormir. Su camioneta verde estaba en el garaje, su ropa, todo, hasta su trípode para pintar. Todavía no habían avisado a la policía cuando apareció.
Glenda lo vio venir muy contento, con cara de sorprendido, pero contento. Traía un cuadro en la mano, en un marco marrón.
-¡Dónde estabas mijo? te hemos buscado por dos días.- Le habló fuerte Glenda dándole un abrazo. Gilberto no estaba ni golpeado, ni con la ropa sucia, solo estaba un poco sudado.
–Nada mamá, ese día me quedé pensando y me fui a caminar por ahí.- Respondió Gilberto. Esas palabras no convencieron a Glenda, pero el alivio de tener a su hijo allí le hizo olvidar.
De pronto las ausencias de Gilberto se hicieron notables. Catalina llegó a pensar que estaba con otra mujer, que se había ido huyendo. Pero de pronto el hombre aparecía muy tranquilo, incluso muy contento. Un día llegó con un cuadro de un caballo. Le contó a su novia que se lo regalaría a su hija cuando naciera, ya lo sabía.
Le dijo a Catalina que lo pintó una tarde de esas que se perdió por allí. Catalina le preguntaba a dónde se metía, y él sencillamente sacaba una excusa barata diciendo que estaba en su casa de la capital, que andaba ocupado leyendo o cualquier cosa. Gilberto regresaba siempre y preguntaba por su hija. Sentía que era una niña, o ya lo sabía.
A Glenda le daba como excusa que se iba a caminar por allí, a pasear en lancha con Gerardo por el lago o que se quedaba en La Clavellina. Lo cierto era que esas desapariciones fueron constantes y muy raras, pero como siempre volvía, ni Catalina, ni Glenda, ni Alicia, ni Miguel preguntaban demasiado.
Así fueron pasando lo meses. Ya Catalina había superado los malestares. Ese día, el día que nació Lina, Gilberto estaba en la capital. Hacía dos días que había regresado de sus paseos raros. Sonó el teléfono blanco y era Miguel: -Gilberto, parece que se le adelantó el parto a Cata, veníte.
Gilberto salió de inmediato en su camioneta verde, no tuvo ni tiempo de avisarle a Glenda. Llegó rapidito al hospital. Ya él lo sabía, su bebé lo esperaba. Casi toda la familia de Catalina estaba, menos Mathías que se quedó atendiendo el negocio. La cara de felicidad no les cabía. Gilberto los abrazó a todos. Se fue al cuarto a ver a su dama. Catalina se veía cansada, pero hermosa. Tenía una bata blanca. Lina dormía en los bazos de su mamá que la envolvió en una manta amarilla. -Gilberto, aquí está tu hija.- Exclamó Catalina. El mundo ante sus ojos, una cosa muy bonita y una mirada que le parecía extremadamente familiar. Gilberto quiso cargarla pero no pudo, le daba cosa. De pronto recordó que había dejado un regalo en su camioneta, un cuadro con un hermoso caballo blanco corriendo, era su yegua, el regalo a su mamá que simbolizaba su amor y ahora quería inmortalizarlo para su pequeña Lina.
Gilberto fue hasta la camioneta, revisó el asiento de atrás y allí estaba el cuadro, lo tocó y sintió de nuevo el ruido corriendo, estaba otra vez, sentado frente al caballo blanco, pintando.
Lina estaba de nuevo en su cuarto. Se sentía extraña, lo que acababa de suceder era inexplicable, pero eso no importaba, se sentía tranquila. Vio el reloj y eran las seis de la mañana. Estaba tan calmada que pudo dormir sin problemas. Esa tarde despertó a las 3:00. Catalina ya le había hecho el almuerzo, despistada por lo que le había pasado a su hija. Lina despertó aún más tranquila, ese sueño fue profundo. Aún pensaba que lo sucedido el día anterior podría tratarse de un sueño. Por eso se paró nuevamente ante el cuadro y lo tocó. Un ruido se escuchó, como si estuviera corriendo velozmente. De nuevo, allí estaba, frente al potrero. Y el hombre estaba de nuevo allí, esta vez estaba recogiendo unos mangos.
–Hola amiga, de nuevo por aquí. Casualmente yo tengo rato que llegué.- Dice el hombre.
Catalina lo saluda y agarra un mango. Su fruta preferida. Esa tarde de nuevo conversaron sobre la vida, sobre sus sueños, sus temores. Otra conversación amena que hacía olvidar a Lina el porqué estaba allí, no se lo preguntaba, estaba feliz.
Y todas las tardes Lina tocaba el cuadro y viajaba. Era como un pasadizo a la tranquilidad. Era un mundo paralelo donde las horas eran buenas, aprendía cosas, hablaba de todo con ese joven tan guapo que no veía como un hombre, sino como a alguien muy familiar que podría llegar a querer bastante. Esos viajes le hacían ver que siempre quiso a alguien así en su vida, aunque no lo sabía.
Un día llegó al potrero y el joven montaba a la yegua. Lina se acercó. Ella nunca se había cuestionado el porqué ese hermoso animal llevaba el nombre de su casa, aunque le latía algo, pero no sabía qué era. Al acercarse, de pronto la idea llegó:
–Oye chico, ¿por qué se llama así? ¿Sabes que ese es el nombre de mi casa?
–¿Tú casa? No puede ser. Qué casualidad.
Lina estaba súper extrañada con la coincidencia, pero no preguntó más. Igual no podría explicarle mucho al joven, porque desconocía el origen del nombre de su propia casa, nunca se había ocupado en preguntar.
Catalina se quedó dormida con su bebé en brazos. Alicia estaba a su lado. De pronto Miguel entra y se queda acompañándoles. No habían notado la ausencia de Gilberto. Catalina al despertar lo primero que hizo fue preguntar por su novio. Nadie respondió, todos estaban pendientes de la pequeña Lina. Salieron a buscarlo y vieron su camioneta verde abierta, pero ni rastro de él. Empezaron a buscarlo por el hospital pero nada, se esfumó.
La noticia de la desaparición de Gilberto devastó a Lina. Destrozó a la familia entera. También destrozó a Julio que un año después falleció deprimido en su cuarto. La vida cambió. Nadie supo qué ocurrió, solo el tiempo daría una sorpresa a Catalina. En su camioneta, Gilberto dejó un cuadro, el regalo para su pequeña, ese que nunca pudo darle en persona.
Lina recibió mucho amor, pero entre el dolor de la ausencia de Gilberto, entre la incertidumbre de saber qué paso, si se fugó con otra mujer, si lo asesinaron, si lo desaparecieron si se lo tragó la tierra, pasabas esos días agridulces. Lina tuvo la figura de Miguel como abuelo, como un padre sustituto, pero no era igual…el amor de padre no se sustituye.
Catalina, el primer día con su hija en casa, guindó el cuadro en la pared, como el único presente de su papá, como la única representación de él, aunque Catalina siempre le ocultó su existencia. Cuando Lina creció no le quiso decir nada de ese hombre tan bueno que se esfumó sin decir nada. No le contó que ese cuadro era un regalo, no le contó que la yegua se la había regalado cuando se hicieron novios, no le contó que La Clavellina se llamaba así porque su padre quiso darle el hermoso nombre que a él nunca se le había ocurrido y que daba honores a la casa donde empezaron a cultivar su romance, no le contó que la yegua murió el mismo día que Gilberto desapareció. No le contó que ese día ella dejó de creer en el mundo, que quedó destrozada, sin vida, y que lo único que la motivó fue su hija.
Catalina regresó de hacer unas compras, más temprano de lo esperado. Había traído unos mangos y fue al cuarto de su hija. Entró y Lina no estaba, miró a su derecha y el corazón se le iba a salir: el cuadro del caballo no estaba. Catalina empezó a llorar, a gritar, creyendo que su hija había desaparecido como Gilberto. Se sentó en la cama, mirando a la pared, la mirada baja. De pronto un ruido se sintió, como si alguien corriera muy rápido. Miró hacia arriba y era Lina.
–Qué pasó hija, dónde estabas, no te vi salir, no te vi llegar. ¿Qué haces?, pensé que te habías perdido.- gritó Catalina.
–Mamá, mamá.- decía Lina nerviosa- desde hace días he querido contarte algo, pero por miedo no lo he hecho. Yo sé que me dijiste que no tocara ese cuadro, pero lo hice, y cada vez que lo toco me voy a otro lugar.
Catalina miraba a su hija extrañada, como si no entendiera el idioma de su lengua.
–En cada viaje que hago, llego a un sitio muy familiar, se parece a un espacio que ya no está de La Ponderosa, pero no sé, tú me has contado de eso, pero no creo que sea. Allí siempre veo a un señor, moreno, lindo, muy amable. No sé su nombre, nunca me lo ha dicho, pero allí voy siempre, paso buenas horas con él y siento como si lo conociera desde hace años, es raro, lo sé, pero allí me siento feliz.
Catalina quedó muda, como si se hubiera paralizado el tiempo pero su corazón latía mil por ciento más rápido. Lina se queda mirándola y la estremece, la agita intentando que su madre reaccione. -Mamá, que te pasa, mamá- gritó. Catalina estaba como muerta, inmóvil. De pronto tomó a su madre del brazo y cogió el cuadro. Un ruido como de alguien corriendo a mucha velocidad llegó otra vez y ambas estaban frente al potrero. A lo lejos se veía un hombre de mediana edad y un caballo en los últimos años de su vida. Catalina reaccionó, volvió en sí y miró a todos lados, el olor, el ambiente, los colores, todo le era familiar. Lina estaba aún asustada, pero se calmó al ver reaccionar a su madre.
A lo lejos se veía el hombre que tenía un machete en su mano y unos mangos cerca. Catalina salió corriendo como loca tratando de descubrir lo que su ojos veían, Lina sorprendida corrió detrás. El hombre las miraba sonriendo, sus facciones se veían más bellas, más juveniles mientras se acercaban. El caballo comenzó a relinchar, como un potrillo joven, lozano. Al acercarse ninguna dijo nada, pero Catalina tenía una sonrisa que nuca se le había visto. De pronto el hombre sonríe también y dice:
–Bienvenidas damas: soy Gilberto.- Y el tiempo hizo lo suyo.
Este es el fin de nuestro primer cuento. Les agradecemos la tolerancia. Esperen pronto una nueva serie donde los deleitaremos (ojalá) con nuestras locuras.
Foto: Cindy Catoni