Una forma turística de blanquear capitales
Una recorrida por El Calafate, el bello y oscuro “lugar en el mundo” de la presidenta Cristina Fernández
Por: Josefina Licitra. Periodista argentina.
Habla bonito. Le agrada el azul
El 29 de junio del año 2009 Cristina Fernández de Kirchner tuvo que dar un discurso difícil: acababa de sufrir una derrota electoral. Su partido, el Frente Para la Victoria, había perdido la hegemonía en el Congreso Nacional y ese retroceso estaba siendo entendido como el fin de una fiesta; como el cierre de un ciclo optimista que había comenzado en el 2003, con la asunción de Néstor Kirchner.
Aquel día de 2009, en la Sala de Prensa de Casa de Gobierno, la presidente lucía como tantas otras veces: vestía un traje entallado, tenía el cabello suelto y cobrizo, llevaba un maquillaje espeso y estaba acompañada por una tropa de funcionarios que aplaudía sus palabras con euforia.
Pero lo curioso no fue eso –que ocurría siempre- sino lo que dijo en el discurso. Cristina Fernández sorprendió. A lo largo de una hora y media, y con los resultados de la elección en la mano (que incluían un fracaso notable en Santa Cruz, la provincia patagónica de la que es oriundo el matrimonio Kirchner) la presidente aseguró que no había sufrido una derrota y que –puntualmente- la elección en Santa Cruz la llenaba de orgullo.
—Lo importante es que en El Calafate, mi lugar en el mundo, sacamos el 60 por ciento
de los votos –dijo.
El Calafate era el pueblo santacruceño de 18 mil habitantes donde los Kirchner tenían,
entre tantas cosas, su casa de descanso. Y era también el lugar donde un año después
moriría sorpresivamente Néstor Kirchner. Pero en ese entonces, 29 de junio de 2009,
nadie estaba demasiado al tanto del lugar que ocupaba El Calafate dentro del universo
personal y simbólico del matrimonio presidencial. Los Kirchner habían crecido
políticamente en Río Gallegos, la capital de la provincia de Santa Cruz –plena Patagonia
argentina-, y habían empezado a merodear el pueblo hacía menos de una década, desde
que Néstor asumiera la presidencia de la Nación.
El Calafate, por lo tanto, era visto como un lugar de recreo eventual. O al menos eso se
pensaba hasta junio de 2009, cuando Cristina nombró el pueblo como parte de un ardid
político –con la intención de minimizar la derrota en Santa Cruz y en muchas otras
provincias- y, quizás sin saberlo, le dio por primera vez a la villa la entidad que
verdaderamente tiene: El Calafate es, efectivamente, el lugar en el mundo de Cristina.
El territorio que, al igual que una caricatura, explica de un modo exagerado y brutal la
identidad del kirchnerismo.
—Lo de “lugar en el mundo” debe ser porque lavan toda la plata acá –bromeará más
adelante Susana Toledo, segunda generación de pobladores de El Calafate y una de las
pocas personas que se atreven a criticar públicamente a los Kirchner.
Pero eso será después.
Ahora, 6 de noviembre de 2012, estoy en un avión, aterrizando en el pueblo. El avión
está lleno porque El Calafate, aunque es una localidad muy chica, es uno de los centros
turísticos más importantes de la Patagonia. La cercanía al glaciar Perito Moreno,
sumada a una sobreoferta de hoteles –muchos de ellos vinculados con la actividad
privada del matrimonio Kirchner primero y de Cristina después-, hacen de El Calafate
una villa ambiciosa. En la comarca hay dinero, aún cuando esa solvencia no se hace
evidente desde la distancia. En el avión, y en la combi que me lleva del aeropuerto al
hotel, sólo se ve el signo estéril de la Patagonia: una geografía esteparia y ventosa,
matizada por las cumbres nevadas de la precordillera de los Andes y por el brillo
turquesa del Lago Argentino, un descomunal espejo de agua que conecta con el Parque
Nacional Los Glaciares, donde está el Perito Moreno.
El paisaje no es el único factor que transformó a El Calafate en un pueblo próspero.
Para muchos el mayor incentivo en la zona no lo dio la geografía sino la decisión
política. En el año 2000, cuando Néstor Kirchner aún era gobernador de Santa Cruz, se
inauguró un aeropuerto local. Y de ahí en más la villa estalló. En sólo diez años trepó la
cantidad de habitantes (eran 3 mil y ahora son 18 mil), se disparó el turismo (pasaron de
70 mil a 300 mil visitantes anuales), y hubo un boom inmobiliario que trajo dinero y
preguntas al pueblo. Hoy El Calafate es un caserío chico sometido a un crecimiento
imperfecto: no hay escuelas suficientes, no hay planificación urbana y no hay una red de
gas y cloacal que abastezca a todos los habitantes. Pero sí hay una serie de terrenos,
emprendimientos civiles y hoteles de lujo que, de forma directa o indirecta, están
relacionados con el poder presidencial.
Lo que sigue es sólo un puñado de ejemplos: el Imago –una construcción alpina y
suntuosa ubicada frente a la Bahía Redonda- es de Raúl Copetti, apoderado y tesorero
de campaña del Frente Para la Victoria, el partido gobernante. La hostería Las Dunas
está a nombre de una empresa presidida por el kirchnerista Lázaro Báez, un ex
empleado bancario que también preside Austral Construcciones, la empresa encargada
de buena parte de la obra pública en Santa Cruz, famosa por ganar buena parte de las
licitaciones de la provincia (Austral Construcciones ha hecho caminos, escuelas, barrios
y hasta el Mausoleo de Néstor Kirchner, aunque sus obras cumbre no son provinciales:
en mayo de 2010 ganó una licitación para construir un hospital en Venezuela por 82
millones de dólares y en septiembre de 2012 –junto a la compañía china Sinohydro, la
mayor hidroeléctrica del mundo- se presentó a una licitación para la construcción de dos
represas en Santa Cruz por un valor de 21.600 millones de dólares). Alto Calafate –un
hotel de vista panorámica, ubicado en la cima de un cerro- pertenece abiertamente a
Cristina Fernández. Y Los Sauces Casa Patagónica, un hotel boutique de cara al Lago,
también es de la familia presidencial.
—Todos los hoteles tienen, como mucho, un 30 por ciento de ocupación anual –me dijo
antes de viajar Álvaro De Lamadrid, un abogado y ex candidato a intendente en
Calafate que vivió casi veinte años en la villa y que les abrió una causa penal a
cincuenta funcionarios oficialistas, entre ellos Néstor Kirchner-. La hotelería es un
negocio perfecto para lavar dinero. Andá a cualquier hotel y vas a ver que está vacío.
Estuve en Los Sauces en septiembre de 2011. Domingo, la revista de viajes del diario
chileno El Mercurio, me había pedido que contara cómo era “el hotel de los Kirchner” –
el único emprendimiento privado que, en ese entonces, era reconocido públicamente
como parte del patrimonio presidencial- y fui a pasar allí un fin de semana. El hotel
guardaba la estética de las grandes estancias de principios de siglo, lindaba con la casa
de Cristina (una construcción de dos plantas y techo a dos aguas que, si bien era grande
y bonita, no era especialmente ostentosa) y estaba decorado de un modo exquisito.
Decían que la presidente había intervenido en los detalles de ambientación –pisos de
roble, candelabros rutilantes-, aunque no quedaba claro que eso hubiera sido cierto. Lo
que sí se sabía era lo otro: todos los muebles de Los Sauces habían sido llevados desde
Buenos Aires en el Tango 01, el avión oficial, mantenido con dineros públicos.
Sin embargo no es eso –la infinidad de rumores que circulaban y circulan en torno al
hotel- lo que más recuerdo de Los Sauces. De aquel viaje prevalece una sensación que a
la vez era una certeza: en todo el hotelm emplazado en un terreno de cuatro hectáreas,
yo estaba sola.
Pensé en ese dato después de aquel viaje –y antes de encontrarme con De Lamadrid-,
cuando fue divulgada la entonces última declaración de bienes de Cristina, que incluyó
todos los bienes del matrimonio Kirchner (después, por la muerte de Néstor, esto sería
repartido con los hijos). En esa fecha, agosto de 2011, ella justificó la multiplicación de
sus ingresos (que se incrementaron más de diez veces en ocho años y llegaron a 70,5
millones de pesos, cerca de 23,5 millones de dólares al cambio de entonces) alegando
los abundantes beneficios económicos que obtenía con Los Sauces.
Pero eso no tranquilizó a buena parte de la opinión pública. Tanto es así que un año y
medio después, en enero de 2013, el actor Ricardo Darín cuestionaría el patrimonio K
durante una entrevista y obtendría lo que ningún periodista logró obtener en los últimos
tiempos: un pronunciamiento de Cristina acerca de su patrimonio. «No ha habido
funcionarios públicos más denunciados penalmente e investigados por la justicia
argentina en materia de enriquecimiento que quien fuera mi esposo y compañero de
toda la vida (Néstor Kirchner) y quien le escribe -dijo la presidente en una carta
difundida a través de su perfil en Facebook-. No sólo se investigó a fondo [el
patrimonio] sino que también se designó al cuerpo de peritos de la Corte Suprema de la
Nación para que realizara pericias contables, que duraron meses, y concluyeron que no
se había cometido ningún acto ilícito, lo que obligó al juez a desestimar las denuncias».
La economía de Los Sauces, de acuerdo con la Corte, está dentro de la ley. Según la
declaración jurada, el hotel entero era alquilado a una familia de apellido Relats –dueña
de hoteles en Buenos Aires y Bariloche-, que le pagaba a la presidente un promedio de
157 mil dólares mensuales en 2006 y 2007 por explotar el lugar. A juzgar por la
ocupación del hotel había sólo dos opciones: o los Relats estaban empecinados en
fundirse. O estaban ganando dinero de otro modo. La Justicia se quedó con la primera
opción –la altruista- y las tres causas por enriquecimieto ilícito fueron cerradas en
tiempo récord. Los Kirchner, como dice Cristina en la carta a Darín, nunca fueron
formalmente condenados por crímenes patrimoniales o financieros.
—Los hoteles son el símbolo del modo de construcción de poder kirchnerista –dirá, en
unos días, Roberto Novelle: comerciante y expresidente de la Cámara de Comercio de
El Calafate-. Fijate sólo en Los Sauces. Los Relats no son una familia cualquiera:
además de los hoteles tienen una constructora que desde hace años viene ganando buena
parte de las licitaciones de obras públicas en el norte argentino, bajo rumores de
sobreprecios y licitaciones arregladas. Relats construye rutas provinciales, tiene
negocios petroleros, explota casinos, invierte en ganadería a gran escala y sólo por obra
pública tiene una facturación multimillonaria. El último caso es un ejemplo: en 2006, el
año en que se acordó explotar el hotel Los Sauces, Relats ganó la licitación para
construir un tramo de la autopista Córdoba-Rosario, un negocio que le reportaba a su
empresa 545 millones de pesos (poco más de 100 millones de dólares). En paralelo,
ellos le ponen 200 mil dólares por mes a los Kirchner porque esa es una forma de lavar
dinero dentro de la ley.
Así me lo explicará Novelle. Y dirá también otras cosas. Y muchas otras personas dirán
también otras cosas, y lo que quedará claro, en algún momento, será lo siguiente: estar
en El Calafate implica someterse a un nivel de radiación informativa que, si no se filtra
a tiempo, puede ser desquiciante. El pueblo es una usina de apellidos, denuncias y datos
que a su vez son arrojados sin el respaldo de un nombre. Pocos quieren hablar del
kirchnerismo en voz alta; pocos quieren poner la firma sobre las palabras dichas. En el
lugar, y esto lo sé pronto, sólo se manifiestan dando nombre y apellido las personas que
tienen un partido político que les cubra la espalda. En síntesis, únicamente hablan los
afiliados de la Unión Cívica Radical (UCR): un partido que históricamente disputó el
poder al peronismo, pero que en los últimos años, aunque es fuerte en Santa Cruz, a
nivel nacional se encuentra debilitado y sin líderes.
La UCR de El Calafate tiene 140 miembros, de los cuales asisten a las reuniones
militantes menos de diez. Hoy, lunes, es tarde de reunión. El comité de la UCR queda
en una calle angosta –como la mayoría en El Calafate- a la que se llega atravesando
todas las formas del viento. Se trata de una edificación sencilla ubicada al fondo de un
terreno baldío donde los pastos resecos se sacuden como latigazos. Nada es
naturalmente verde en El Calafate.
La reunión del comité se hace en una estancia modesta. Hay algunos retratos de
dirigentes del radicalismo histórico (Ricardo Balbín, Arturo Illia, Raúl Alfonsín), una
bandera argentina arrumbada en un rincón, un termotanque, un anaquel con estantes
vacíos y cuatro personas en torno de una mesa en la que se apoyan un mate y una bolsa
con galletas. Son Susana Toledo, ex candidata a concejal por El Calafate; Pilar Duhalde,
estudiante e hija de Susana; Gustavo Badano, docente; y Daniel, comerciante. Daniel no
quiere decir su apellido.
—Con todo respeto, ¿vos quién sos? –pregunta.
Le explico.
Daniel es gordo, lleva lentes pequeños y tiene una barba larga y desteñida como un
cabello de anciano. Se la toca con fruición, como si en los pelos estuviera el hilo de
algún pensamiento.
—No puedo dar mi apellido porque estoy haciendo una investigación secreta –dice y
muerde un bizcocho. La palabra “secreta” está llena de migas de pan.
Todos acá ríen, pero luego dicen que Daniel habla en serio.
Ser militante radical en El Calafate, advierten, es complicado: se vive bajo la obligación
moral de denunciar las irregularidades del pueblo, pero se carece del soporte de un
partido con poder real. La UCR no tiene peso político en la villa porque no logró meter
un solo concejal en la última elección. Todos los concejales son kirchneristas, entre
otras cosas porque en Santa Cruz –por lo tanto, también en El Calafate- existe la Ley de
Lemas: un mecanismo electoral que admite que cada partido presente más de un
candidato, con la tranquilidad de que –terminado el sufragio- ganará el partido que,
sumando los votos de todos los postulantes, haya sacado más puntos. Este sistema
permitió al oficialismo, con más estructura para promover a sus figuras, arrasar en todas
las elecciones. Y logró que hacer política por afuera del paraguas del kirchnerismo sea
difícil.
—Ellos tienen todo el poder político, económico y de la justicia, o sea que si querés
hacer una denuncia no conseguís los papeles, si querés hacer una investigación no tenés
información pública en toda la provincia… Entonces hay que ser muy cauto. Cualquier
cosa que digas te puede complicar la vida –dice Daniel.
—¿Complicar en qué sentido?
—Si tenés que hacer un trámite personal en la municipalidad, no sale. Son cositas. Pero
esas cositas te van volviendo loco.
Todos asienten con la cabeza, fuman y suspiran como si esto fuera un grupo de apoyo a
los sobrevivientes de algo. El lugar sucede en un aire lento y opaco, salvo por un
detalle: Pilar Duhalde, la hija de Susana Toledo. Pilar es tan joven, delicada y bella que
parece una ficha puesta en el tablero equivocado. Tiene veintiún años, piel suave y una
boca núbil y carnosa. En el año 2010 ese rostro la llevó a ganar el Reina del Lago, el
concurso de belleza de El Calafate; un certamen que promete a sus elegidas un año de
viajes por Santa Cruz en calidad de representantes de la localidad en las distintas fiestas
regionales que se hacen en la provincia.
Pilar ganó en la madrugada del 15 de febrero de 2010 y –las vueltas de la vida- esa
misma mañana Cristina viajó a Santa Cruz para encabezar un acto protocolar en el
glaciar Perito Moreno. Un día después de aquel discurso, el diario Clarín –que ya estaba
enfrentado al gobierno nacional- publicó una crónica sobre el acto y puso, a modo de
contrapunto, un recuadro sobre Pilar. El diario contó que en tierra kirchnerista había
salido reina una afiliada radical y que encima su apellido era el mismo que el de
Eduardo Duhalde: un peronista, expresidente interino de la Argentina, que llevó a
Néstor Kirchner al poder y que luego se transformó en opositor acérrimo del
oficialismo.
Pilar Duhalde no tiene ninguna relación genealógica con Eduardo Duhalde. Pero eso a
nadie –ni a Clarín, ni al gobierno- le importó demasiado.
—Mezclaron todo y eso me jugó en contra -dice Pilar-. Las reinas anteriores viajaban
todo el tiempo a las fiestas provinciales, las posteriores también. Pero yo no viajé ni una
vez. Fui la única reina que no viajó nunca. Me llamaban de otras localidades para que
fuera pero en la Municipalidad me dijeron que el intendente había dado la orden de que
yo no saliera de acá.
Susana Toledo, su madre, hace un resoplido áspero, lleno de cosas.
—A eso se refiere uno con “vida imposible” –dice-. Ellos manejan todo. Todos
dependen de algún modo del gobierno. Todos están esperando una excención
impositiva, o un terreno, o algo. Y todos callan porque saben que acá manda la escuela
kirchnerista: se premia a los fieles y se castiga a los que no se alinean.
De todas las formas de disciplinamiento, la más usual y efectiva se relaciona con la
entrega –o no- de terrenos fiscales. En El Calafate la única manera de tener una casa
propia a un precio razonable consiste en comprarle una parcela al Estado. Para eso es
necesario hacer varios trámites y, como último paso, terminar hablando en persona con
el intendente, que es quien decide de modo personalizado si entrega o no el lote.
Desde diciembre de 2007 el intendente de El Calafate se llama Javier Belloni. El
hombre llegó a su cargo envuelto en una polémica –tiene una causa abierta por
asesinato- pero en lo que refiere a “tierras” es bastante prolijo y, según dicen, entrega
parcelas de un modo más reflexivo que el del intendente anterior. Antes, en cambio,
estaba Néstor Méndez: un funcionario que se hizo célebre por la frase “yo te voy a dar
un terrenito” y que llegó a las primeras planas nacionales cuando firmó un decreto de
traspaso de tierras fiscales a funcionarios kirchneristas, y a un precio vil.
Néstor Méndez –ex chofer de ambulancias de la villa- es conocido en El Calafate como
“el intendente que vendió el pueblo”. Hay motivos. Durante los doce años que duró su
gestión, y con el argumento de que había que “poblar El Calafate y desarrollarlo como
polo turístico”, Méndez hizo dos grandes barrios sobre terrenos públicos y distribuyó el
suelo respetando dos vectores: el del clientelismo político (en los meses previos a la
última elección a intendente, Méndez llegó a adjudicar más de 1500 terrenos) y el del
negociado inmobiliario. Como ejemplo de este modo de “trabajar la tierra” están los dos
barrios licitados: el Salesiano (en una zona deslucida y alejada del Lago Argentino) y el
Aeropuerto Viejo, en un área con vista al lago. Los lotes del Salesiano fueron vendidos
a la población a un precio de 1,5 dólares el metro cuadrado –ahí compró Gustavo
Badano, el docente radical- y los del Aeropuerto Viejo, con una ubicación privilegiada,
fueron vendidos también a 1,5 dólares, pero a los llamados “amigos del poder”, quienes
no usaron el suelo para construir una “vivienda única” –tal es el uso autorizado para un
terreno fiscal- sino para hacer millonarios negocios inmobiliarios.
Por este tipo de cosas, Méndez está acusado ante la justicia de los delitos de abuso de
autoridad, violación de los deberes de funcionario público, tráfico de influencias,
defraudación agravada y negocios incompatibles con el ejercicio de función pública.
Pero nada hasta el momento le hizo mella. Hoy percibe una jubilación como legislador
(fue diputado provincial por el kirchnerismo hasta el 2011) y camina alegremente por el
pueblo, aún cuando su nombre subyace abiertamente detrás de varios escándalos, entre
ellos el de Cencosud: una de las más notorias maniobras irregulares que se le
encontraron a Néstor Kirchner.
El “escándalo de Cencosud” consiste en la entrega a Néstor –por decreto del entonces
intendente Méndez- de dos hectáreas fiscales en el barrio de Aeropuerto Viejo. Néstor
compró ese terreno mientras era presidente, a un valor que entonces equivalía a 50 mil
dólares. Y después se lo vendió a grupo chileno Cencosud a un monto que multiplicaba
por cincuenta el precio original: 2 millones 400 mil dólares.
Esta maniobra fue denunciada por Héctor Barabino -un periodista santacruceño- y fue
retomada por Álvaro De Lamadrid, un abogado y dirigente radical que reunió
información suficiente para abrir una causa penal por “tráfico de influencias” a Néstor
Kirchner. Por esto, y por otras cosas, De Lamadrid tuvo que abandonar el pueblo.
*
Me reuní con Álvaro de Lamadrid antes de viajar a El Calafate. De Lamadrid era –esun
hombre alto, enérgico y de rostro fresco –casi aniñado-, que vestía un sobrio traje
azul marino y hablaba de un modo incontinente. El encuentro fue en la zona de
tribunales de la Ciudad de Buenos Aires. Apenas nos cruzamos –en una esquina- De
Lamadrid me entregó un libro escrito por él. Se llamaba El Pingüino Emperador. 20
años de poder bruto y tenía en la tapa una serigrafía de Néstor, a quien todos daban,
entre otros, el apodo de “pingüino”. No me sorprendió tanto el gesto como mi reacción:
me preocupó ser vista con el libro en la mano. No hay mucho decir por afuera de esa
sensación extraña, nueva en mí.
En la calle, mientras buscábamos un bar donde poder charlar, se sentía un calor cremoso
e infrecuente en primavera y había esa calma espesa de las vísperas. Caminé con el libro
contra el pecho hasta que llegamos a una confitería donde era posible hablar sin ser
escuchados. En el lugar sólo había una pareja en silencio. Nos sentamos. Ahí,
finalmente, De Lamadrid empezó su monólogo. Fueron dos horas y media en las que el
hombre descargaba datos con la velocidad constante de una máquina lanzapelotas.
Quedé exhausta y nerviosa. Lo que sigue es apenas un resumen.
Alvaro De Lamadrid estudió abogacía en la Universidad de Buenos Aires (pública) y se
fue a vivir a El Calafate en 1998, cuando el matrimonio Kirchner no soñaba con llegar
al poder nacional, o al menos no abiertamente. En ese entonces, Néstor ya llevaba siete
años como gobernador de Santa Cruz y acababa de hacer una reforma a la Constitución
provincial que habilitaba la reelección indefinida dentro de la provincia (y que, un año
después, le permitiría ser electo por tercera vez con el 54 por ciento de los votos).
En cualquier caso, cuando De Lamadrid se instaló en El Calafate junto a su familia el
pueblo no era siquiera una insinuación de lo que sería después. El Calafate, a fines de
los ’90, era un pago mínimo donde los Kirchner no tenían ni un terreno y donde De
Lamadrid armó su estudio de abogado, puso una inmobiliaria y empezó a construirse
como militante radical. Desde ese lugar, De Lamadrid asistió a una de las mayores crisis
argentinas y al nuevo –y entonces impensado- ascenso de Néstor Kirchner.
Todo empezó en el año 2001, cuando el presidente radical Antonio de la Rúa huyó de la
Casa de Gobierno dejando el país sumido en un caos institucional que culminó en un
hecho sin precedentes: la Argentina tuvo cinco presidentes en cinco días. El último de
todos fue Eduardo Duhalde, un caudillo peronista histórico y hábil que en un año y
medio –también problemático- logró estabilizar el país de cara a una elección
presidencial en el 2003.
¿Cuál sería el candidato del peronismo? Duhalde evaluó varias opciones, entre ellas la
de Néstor Kirchner: una figura ignota a nivel nacional, que le permitiría a Duhalde
seguir manejando el poder en las sombras. El acuerdo entre ambos se hizo en una
estancia en las afueras de El Calafate, y fue claro: Kirchner se presentaría a las
elecciones con el apoyo del aparato duhaldista, pero en el año 2007 –en la siguiente
elección presidencial- tendría que devolverle a Duhalde el mando, con la posibilidad de
poner el vicepresidente de la fórmula. Sería Cristina Fernández.
—El éxito de ese acuerdo sólo se explica en un contexto como el de la Argentina del
2003 –dijo De Lamadrid en aquel bar-. Nadie sabía nada sobre Kirchner. Era un
candidato sin pasado y eso lo benefició. Además Kirchner se pagó su campaña con
fondos de Santa Cruz, es decir que pagó para ser candidato. Eso a Duhalde le resultó
tentador y ahí cometió su error más grande: lo subestimó. Kirchner jamás respetó el
acuerdo y jamás devolvió el poder. Igual esta historia está llena de detalles que cuento
en mi libro; me hago cargo de todo lo que digo.
De Lamadrid citaba todo el tiempo su libro: 250 páginas que tuve que leer de a poco
para no colapsar psíquicamente. De Lamadrid llevó a la Justicia, y presenta también en
el libro, datos que permitirían revisar parcialmente el origen y los alcances de la fortuna
presidencial. A grandes rasgos la historia sería así: el matrimonio Kirchner empezó a
frecuentar El Calafate los fines de semana a principios de 2003 y, al ver las
posibilidades económicas del pueblo, pronto comenzó a incurrir en lo que De Lamadrid
llama “el apoderamiento de lo público”. Es decir: de la mano del intendente Méndez –y
su célebre frase “te regalo un terrenito”- se largaron a comprar tierras sin filtro.
De todos esos episodios, el que tuvo más resonancia y llegó a los medios de prensa
nacionales fue el de la venta del llamado “terreno de Cencosud”, que le permitió a
Néstor ganar dos millones de dólares con apenas un pase de manos. Enterado de esta
maniobra, De Lamadrid juntó pruebas e hizo una denuncia con la que se abrió una causa
penal por “tráfico de influencias” contra cincuenta personas, entre ellas el matrimonio
Kirchner. La sorpresa fue que la causa, al ser por tierras municipales, cayó en la fiscalía
de El Calafate y desde entonces es investigada por la fiscal Natalia Mercado: sobrina de
Néstor Kirchner, hija de Alicia Kirchner –ministra de Desarrollo Social de la Nación- y
uno de los nombres incluidos en la denuncia penal.
Es decir que Mercado tiene que investigarse a sí misma. Hasta ahora no encontró nada
sospechoso.
—La corrupción del kirchnerismo en El Calafate es casi pornográfica. Compran las
tierras ahí porque así se aseguran de que, por un tema de jurisdicción, cualquier
denuncia va a caer en la fiscalía de la familia. Hoy hay toda una industria de tierras y
hotelera que está en manos de testaferros. No se trata de gente que creció al calor de un
gobierno afín: se trata de empleados prestanombre puestos a ejecutar negocios en
beneficio de la corona. En El Calafate es sabido que esos hoteles están mayormente
vacíos. Son usados para dar veracidad a la declaración jurada que no pueden explicar.
Pero esa declaración es sólo la punta del iceberg.
De Lamadrid hablaba a los gritos y yo tenía pánico. Tomé mi gaseosa mirando la mesa
mientras el hombre soltaba sus datos de un modo exaltado y extrañamente jovial. De
Lamadrid parecía contento, o mejor dicho: libre de todo temor. La situación era
incómoda. Por decir este tipo de cosas –y hacerlo durante y después de su campaña a
intendente- De Lamadrid la había pasado mal. Le habían roto los vidrios de su casa, le
habían pintado las paredes con leyendas como “viva Perón” y “vivan los K”, y le habían
hecho varias amenazas por teléfono.
—Si yo un día tenía que viajar a Río Gallegos (ubicado a 320 kilómetros de El
Calafate), capaz que atendía el teléfono y alguien me decía “mañana sabemos que tenés
que ir a Gallegos, tené cuidado porque la ruta está difícil”. Otra vez me pasó que me
junté con dos amigos en un bar. Hablamos de minas, fútbol, política. Cuando llegamos a
casa encendí el contestador y estaba grabada, a la manera de un mensaje, toda la
conversación. No sé cómo aguanté todo eso. Mi mayor miedo eran los “leales”: la gente
que, con tal de congraciarse, era capaz de lastimarme a mí o hacerle daño a mi familia.
Durante un tiempo mis amigos me pagaron una seguridad privada. Pero después me
agoté y me fui.
En abril de 2009 De Lamadrid abandonó El Calafate. Por temor y porque ya no tenía
trabajo: a nadie se le ocurría solucionar un problema en los tribunales de Santa Cruz
teniendo a De Lamadrid como patrocinante. Ahora tiene, con dos socios, un estudio
pequeño en los tribunales porteños: una zona atestada de gente, caos, bocinas y
apurones legales.
—Un lugar seguro –resumió De Lamadrid aquella tarde, de espaldas a un ventanal por
el que se veía la locura del tránsito. Se lo notaba, a pesar de todo, alegre; dueño de una
tranquilidad inexplicable.
*
El Calafate es chico; es posible verlo por completo desde la cima de un cerro. El pueblo
es un derrame de casas de colores distribuidas de un modo anárquico y flanqueadas,
cada tanto, por sauces y álamos que se sacuden con los espasmos del viento. Son las
siete de la tarde y abajo, en el centro, los turistas caminan por la avenida Libertador –la
calle principal- luego de haber hecho la excursión del día. Las opciones en El Calafate
son tres: caminar por el glaciar, viajar en lancha entre los glaciares, o ir a alguna
estancia a comer un cordero patagónico y ver la esquila de una oveja.
Después está el paseo por el centro: una franja de 500 metros en la que hay locales de
artesanías, agencias de viajes, restaurantes y un descomunal casino que mezcla el diseño
étnico con el estilo imperial (y que está a nombre de Jorge Bark, empresario
ultrakirchnerista declarado “deudor irrecuperable” por el Banco Central de la República
Argentina). De todas las opciones entro a la única que me interesa: un negocio de
chocolates. El lugar se llama Ovejitas de la Patagonia y tiene cajas con dibujos de
ovejitas, una lámpara con estampado de ovejitas y algunos cuadros con pinturas de
ovejitas. Compro chocolates con forma de ovejita y hago algunas preguntas al paso.
—Antes se decía que las ovejitas eran de Cristina, porque mi patrón tiene la fábrica
justo al lado de Los Sauces. Pero no: menos las ovejitas, todo –dice la vendedora
mientras me entrega una bolsa.
Ovejitas de la Patagonia tiene, efectivamente, un negocio en el centro y una fábrica
ubicada a cien metros del hotel Los Sauces. En mayo de 2012 esa fábrica llegó a los
diarios porque sufrió uno de los asaltos más importantes del pueblo. Entraron con
armas. Por esa clase de episodios –cada vez más usuales- por primera vez en la historia
se está empezando a hablar de “robo con riesgo de vida” en El Calafate, algo
inexplicable si se tiene en cuenta que los datos oficiales registran muy pocos pobres en
el pueblo.
¿Por qué, entonces, en El Calafate hay robos? La explicación que se encuentra es
múltiple: por un lado, se cree que la juventud no tiene mucho que hacer y a veces
delinque ya no tanto por necesidad económica como por aburrimiento. En El Calafate
no hay cine –no hay una sola sala en toda la provincia de Santa Cruz-, recién ahora se
inauguró un Centro Cultural con un teatro y el único entretenimiento está en los
boliches bailables y en el casino del pueblo.
Por otro lado, los vecinos advierten que la obra pública de El Calafate trae trabajadores
de otras provincias que, una vez que se termina la obra, quedan varados en el pueblo sin
forma alguna de subsistencia. Esa gente a veces termina robando. Susana Toledo, horas
atrás, lo explicó de este modo en el comité radical:
—Las empresas constructoras traen gente a trabajar por dos o tres años. En el medio
capaz que hubo una elección y le dieron un terrenito, y después se quedan sin trabajo
pero con el terreno. Entonces no se quieren ir: quieren vivir en el terreno, pero no tienen
cómo edificar y empiezan a hacer una vida más marginal, y eso aumenta la
delincuencia. Vivimos todos encerrados.
Comparada con Buenos Aires, sin embargo, El Calafate es un lugar de inmensa
placidez. La gente camina despreocupada y leve, y mira todo –los negocios, los árboles,
las mesas de los bares- como si fueran códigos escritos en un idioma sin importancia.
Observo parte del pueblo desde la mesa de un bar. Estoy ahora en el Casablanca, uno de
los cafés tradicionales de la villa y un espacio que, a diferencia de la mayoría de los
locales del centro, existe desde los tiempos en los que El Calafate era un reducto de
calles de tierra. El dueño del lugar, por el que ha pasado todo el núcleo kirchnerista, se
llama Rodolfo Novelle y toma asiento frente a mí.
Novelle es alto, viste de negro absoluto y tiene un cabello blanco y peinado hacia atrás
que le da al rostro un aire cinematográfico. Ahora se reclina, baja la voz, mira por la
ventana.
—¿Viste el auto que está afuera? El Audi, digo: es de Gutiérrez. Tiene dos Audi y un
Porche que valdrá 300 mil dólares.
Fabián Gutiérrez es el ex secretario privado de Cristina Fernández, procesado por
enriquecimiento ilícito y absuelto en tiempo récord. El caso de Gutiérrez es
paradigmático. Llegó a Buenos Aires acompañando a Néstor Kirchner en el año 2003
con un patrimonio declarado de 58.636 pesos argentinos (hoy, unos 11 mil dólares) y un
Chevrolet Tigra. Pero en, su caso, parece que la utopía provinciana de triunfar en
Buenos Aires se cumplió. Para el año 2010 Gutiérrez tenía reconocidos cuatro terrenos
en Santa Cruz, dos departamentos en Capital Federal, una casa en El Chaltén (un pueblo
turístico de la Patagonia), una chacra y ahorros en efectivo por 204.276 pesos (51 mil
dólares según el cambio de ese año). Sobre uno de esos lotes construyó la casa que
inauguró en el 2010 y que las inmobiliarias locales hoy tasan en tres millones de
dólares. El lugar, ubicado en las afueras de El Calafate, es una mansión con vista al lago
y con cámaras de seguridad por todas partes.
En cualquier caso, Gutiérrez fue sobreseído de todo. Un trabajo realizado por el cuerpo
de peritos contadores de la Corte Suprema de Justicia dijo que no hubo irregularidades
en el notable incremento patrimonial de Gutiérrez, por lo que Gutiérrez –ahora- anda
tranquilo por la calle.
—No necesita ser discreto, acá son todos impunes –dice Novelle-. Está demostrado que
por miedo o por conveniencia la sociedad local ha tolerado a esta clase de gente. En El
Calafate la gente viene a hacer plata con el turismo, no hay un sentido de comunidad.
Acá prevalece como valor la posibilidad de hacer dinero, entonces más que enojarte con
el corrupto lo que vas a hacer es tratar de ser su amigo.
Novelle, excandidato a concejal por la UCR y expresidente de la Cámara Empresaria de
El Calafate, llegó a la zona en 1988, cuando esto era una comarca de 3 mil habitantes
que, a diferencia del resto de los pueblos de Santa Cruz, no dependía de los favores del
gobierno. El Calafate tenía un pequeño empresariado que vivía del turismo y no del
empleo público, por lo que la gente no era tan permeable a las presiones partidarias.
Hasta que en el 2000 se abrió el aeropuerto, en el 2003 llegaron los Kirchner (al menos
de un modo explícito), y de ahí en más surgió una casta de nuevos ricos que nunca antes
habían pisado la villa y que empezaron a rondarla en autos importados.
Kirchner tambien paseaba, pero a pie. Y, a diferencia de Cristina, él lo hacía casi
siempre sin séquito, una costumbre que en el pueblo le valió la fama de líder prosaico,
casi horizontal. En la villa todos tienen su “momento con Néstor”: el día en el que lo
cruzaron caminando a la vera del lago, la vez que lo vieron en el centro o en la
costanera, la mañana en la que se escapó de un acto y se metió en un negocio a pedir un
vaso de agua. Lo curioso es que, a pesar de ese carisma, el día de su muerte –ocurrida el
27 de octubre de 2010 en El Calafate- no hubo en el pueblo una conmoción vecinal.
—Fue traumático –recuerda Novelle-. Pero, digamos, no hubo una manifestación
espontánea como cuando murió Lady Di en el castillo de Buckingham… Acá, en Santa
Cruz, a pesar de todo lo que ellos están poniendo empieza a haber una insinuación de
resistencia.
La resistencia tiene dos explicaciones. Por un lado, el sector hotelero tradicional de El
Calafate está sintiendo cierta asfixia: la sobreoferta de hoteles, alentada por los negocios
del kirchnerismo, bajó los precios de las camas y sumió al rubro en una deflación que ya
provocó el cierre de dos hoteles chicos. Por otro lado está la sorpresiva resistencia que
está dando el propio gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta: un funcionario ultra
kirchnerista que en los últimos meses se dio vuelta y empezó a enfrentarse a Cristina
por primera vez en veinte años. Desde entonces el gobierno nacional no sólo retiró el
apoyo a Santa Cruz, sino que la está ahogando. No le envía dinero y esa escasez
produce un malestar que la población ya no identifica tanto con Peralta como con la
presidente.
Eso está teniendo consecuencias. El pasado 16 de noviembre Cristina viajó al pueblo
para inaugurar un Museo del Juguete y también un centro cultural, pero fue muy poca
gente a verla. Para asegurar la concurrencia al acto el municipio había decretado asueto
en todas las dependencias públicas -incluidas las escuelas-, pero a pesar de eso sólo
fueron al evento unas 250 personas. De ellas, además, se estimó que 200 eran
funcionarios públicos traídos de otras localidades.
El Centro Cultural es una construcción austera, de colores intensos –rojizos- y techo a
dos aguas. Adentro, aunque ya fue inaugurado, el lugar está desierto: sólo hay una
mujer que da la bienvenida y que, desorientada, permite recorrer el edificio. Lo que se
ve es un salón de exposiciones en tonos pastel (vacío), una biblioteca con libros en
proceso de clasificación (muchos son esa clase de títulos que salen reeditados con el
diario del domingo) y un bello teatro con capacidad para unas cien personas. Acá
Cristina dio su discurso.
Horas atrás, en el comité radical, todos decían que la falta de gente había enfurecido de
tal modo a Cristina que una vez terminado el acto habían “rodado cabezas”. Daniel –el
gordo, el incógnito- amplió el concepto:
—Cristina tiene ataques de furia: no disimula y echa al que haga falta; así que habrán
volado dos punteros políticos. En cambio Néstor era distinto. Él no confrontaba: él te
daba el beso de la muerte.
Daniel hizo un silencio teatral. Y prosiguió.
—Si vos discutías con él, Néstor te decía “me parece bien que hayamos podido discutir
en democracia con un compañero como vos” y entonces te daba el abrazo y te besaba. A
partir de ahí quedabas defenestrado porque ya todos sabían que tenían que cortarte las
manos. Yo lo vi en un acto, con mis propios ojos: Néstor discutía con un intendente
hasta que le dio un abrazo, lo besó y subió al palco. Al rato empezaron a subir todos los
intendentes, pero a éste no lo dejaron subir. Lo vi a ese intendente: lloraba. El padrino le
había sacado la bendición.
*
Amanece; fue una noche extraña. El ruido del viento es una intrusión a la que hay que
habituarse. Estar en El Calafate es, sobre todo, acostumbrarse a aguantar esa turba
sonora; saber que hay una contienda en el aire y lo mismo seguir viviendo.
Es una linda mañana. Hay pocas nubes, los perros juegan en la calle y el pueblo existe
en una amable quietud: los turistas están de excursión y el resto de la gente ya debe
estar trabajando. Voy, entonces, a buscar a Javier Belloni –el intendente- a su trabajo.
Belloni es un hombre de apariencia común –cara redonda, camisa abierta, flequillo- que
siempre formó parte de la clase acomodada de El Calafate, que llegó a la intendencia en
el año 2008 y que lo hizo en el medio de un escándalo. Belloni tiene una causa penal
abierta por asesinato. El caso salió a la luz cuando el diario Crítica de la Argentina –
dirigido por el periodista Jorge Lanata y cerrado en el 2008- habló del “crimen de
Calafate” y dio detalles sobre lo ocurrido: una madrugada de 1997, una banda de cuatro
“hijos del poder” la había emprendido a golpes contra dos descendientes de la etnia
tehuelche.
Uno de ellos murió. Se llamaba Gabriel Hueicha, tenía 22 años y el día de la golpiza
estaba acompañado por un primo que sobrevivió y contó todo. El padre de Hueicha hizo
la denuncia y diez días después del asesinato los cuatro muchachos –entre ellos Belloni,
quien en ese entonces tenía 26 años- fueron detenidos y procesados. Sin embargo dos
meses más tarde recuperaron la libertad y a tres de ellos, Belloni incluido, se les dictó
falta de mérito, aunque quedaron ligados a la causa en calidad de encubridores.
La primera vez que se habló del tema a nivel nacional fue con el artículo publicado por
Crítica de la Argentina. La cronica había sido escrita por Gonzalo Sánchez, periodista
del diario y un profundo conocedor de las historias que encierra la Patagonia. “Existía
una rivalidad previa –escribió Gonzalo en ese entonces-: cierta confrontación
adolescente entre dos bandos, los tehuelches por un lado, los veinteañeros bien del
pueblo por el otro. Habían tenido problemas por unas mujeres y se habían agarrado a
trompadas un par de veces. Cuando Hueicha y su primo se fueron del bar en bicicleta,
los muchachos se subieron a su camioneta Ford 100 y les pasaron por encima. Luego
los molieron a golpes. Gabriel empezó a tener convulsiones. El primo quedó
inconsciente y sobrevivió –fue el principal testigo- pero Hueicha no”.
Hoy, la causa por asesinato está archivada en Río Gallegos. Y Belloni pudo dedicarse a
la política primero como concejal y luego como intendente. Sólo una vez se refirió a la
muerte de Hueicha en estos años. Fue durante su campaña para la intendencia, cuando
dijo que llevaba con dolor el recuerdo del crimen y que no había tenido nada que ver
con eso. Tiempo después, cuando Gonzalo Sánchez fue a buscarlo al edificio de la
municipalidad, Belloni se atrincheró en sus oficinas y dio la orden de no atender a los
periodistas.
Esa orden se mantiene, al menos con los medios independientes. Los empleados de
Belloni jamás respondieron mis llamados y es por eso que ahora, en esta mañana
hermosa, estoy en la Municipalidad. El lugar es un edificio horizontal y de estructura
simple, con ventanales de vidrio y paredes recién pintadas. Antes, en esta dependencia
había un microcine de ochenta butacas –el único de la zona- pero fue cerrado poco
tiempo después de que asumiera Néstor Méndez. Ahora lo que se ve es un lugar amplio
y luminoso por el que circula mansamente la gente del pueblo. Recorro unos pasillos y
subo una pequeña escalera hasta llegar a una puerta cerrada. Al otro lado hay gente que
ríe. Son risas espesas, rasposas: risas de varón. Golpeo. Sale de ahí un hombre que se
presenta como Alex Vera, empleado de prensa y ceremonial del municipio. Le explico
todo y Vera mira como si viera llover. Dice, finalmente, que el intendente está muy
ocupado pero que lo va a consultar. También dice que me va a llamar. Nos despedimos
con suma cortesía, sabiendo cómo son las cosas.
Vera cierra la puerta y sigue riendo. Me voy. Un día atrás, Susana Toledo –quien fue
compañera de colegio de Belloni y le tiene aprecio- explicó el silencio del intendente:
—Si habla de más lo decapitan, lo sacan. Esto es kirchnerismo.
Salgo del municipio y camino por la avenida Libertador. Miro vidrieras, paso por el
Casino y termino en el Museo del Juguete, un espacio promocionado en la entrada con
una imagen de Perón y Evita e inaugurado hace una semana por Cristina, quien también
es la madrina del lugar. “Hay que apoyar a este empresario que hace cuarenta años que
compra juguetes” dijo la presidente en el acto de inauguración y en referencia a Daniel
Scardaccione, el dueño de todo esto.
—Mi jefe juntó estos juguetes durante muchos años, le gustan mucho los juguetes –dice
ahora la chica de la entrada.
Pero ayer Rodolfo Novelle me dijo otra cosa: Scardaccione –dijo- compró todo en un
remate judicial hace cuatro años. Y no es conocido en El Calafate por su amor a los
juguetes sino por sus cheques: Scardaccione es prestamista; la gente con deudas de
juego, entre otras, recurre a él cuando ya no sabe de qué otro lugar rascar plata.
Entro al museo y es muy lindo: hay 14 mil juguetes, parece la casa de Willie Wonka.
Mientras recorro las estancias trato de entender qué tienen que ver Perón y Evita en todo
esto. Hasta que llego a la Sala Fundación Eva Perón, un área con más de 250 juguetes y
juegos que la fundación regalaba a los niños de todo el país. Además de juguetes hay
libros escolares (todos con imágenes de Perón y Evita) y un maniquí en tamaño natural
de Evita en situación solidaria: se la ve sentada en su escritorio, escribiendo una nota
para darle a un hombre –otro muñeco- que tiene la mano extendida. En la carta puede
leerse lo siguiente: “Le he adjuntado un cargo en el Ministerio de Nación. Sea leal y no
falte”.
La lealtad es la piedra fundamental del peronismo. Tanto es así que el día militante por
excelencia –el 17 de octubre- se llama “Día de la Lealtad”. La fecha conmemora una
gran movilización obrera y sindical que se hizo en 1945 y que exigía la liberación del
entonces coronel Juan Domingo Perón. El apoyo popular tenía sus razones: desde la
Secretaría de Trabajo y Previsión Social –creada y dirigida por él durante un gobierno
militar- Perón había promovido los derechos de los trabajadores, y eso había generado
una gratitud sin precedentes. Por eso, cuando Perón fue preso –como resultado de una
puja entre sectores conservadores y tendencias más populares- una gran cantidad de
trabajadores sindicalizados ocupó el centro de la ciudad, especialmente la Plaza de
Mayo, logrando finalmente la libertad de Perón. Al año siguiente Perón sería elegido
presidente de la Nación.
Desde entonces, el Día de la Lealtad es entendido como el día del nacimiento del
peronismo. Y es también el momento en el que se planta un vértice, un modo de
entender el ejercicio político: la lealtad debe tener una compensación. Y la traición tiene
sus consecuencias.
Ahora, en la recepción del hotel donde me alojo, un empleado del área de turismo
ilustra el dogma peronista, y dice:
—Yo vivo acá y ahora me salió un crédito del Anses (Administración Nacional de la
Seguridad Social) y no puedo exponerme a que me lea alguien y diga “este tipo qué
onda”. Si hablo mal entro en riesgo. Es difícil que encuentres gente que quiere hablar
dando su nombre.
El hombre vino a este hotel porque prefirió no encontrarse en otro lado. Ahora toma una
cerveza y mira cómo el sol, alzado sobre el lago, suelta una luz tan pura que parece
curar el pueblo. En primavera y verano, dice, hace calor pero también llega el viento. En
invierno en cambio el aire es más tranquilo pero hace un frío glacial, se congela la bahía
y sólo es posible hacer turismo sobre hielo. El hombre no se queja: asegura que la villa
creció, que se invirtió en hotelería y que viene cada vez más gente porque la Patagonia
explotó como concepto turístico. El hombre –dice- quiere hablar de turismo, pero no de
política.
Le pregunto cómo consiguió su casa.
—Estuve años tratando de conseguir mi terreno –dice-. Tuve que reunir los papeles,
presentar una carpeta. Después, cuando estuvo todo, fui a ver al intendente. Si llegás
hasta él es porque ya está todo aprobado, pero igual tenés que pasar por esa escena: el
intendente recibiéndote, midiéndote, diciéndote que te va a dar la casa.
El hombre está incómodo o cansado. Quizás las dos cosas. Está atardeciendo y mira por
la ventana. Desde el hotel –construido en alturas- puede verse una voluta de humo que
se enrosca en dirección al cielo por la margen izquierda de la bahía. Algo se está
incendiando o alguien está quemando algo, pero lo raro no es eso: lo raro es poder verlo
todo. Lo terrible es poder verlo todo.
*
Hoy sólo se habla de Daniel Peralta. Es miércoles 28 de noviembre y es la mañana, y
Peralta, el gobernador de Santa Cruz, acaba de decir cosas impensadas hasta hace un
tiempo. Habló contra la Ley de Lemas (que permite a los kirchneristas mantenerse en el
poder en Santa Cruz), dijo que no participará de ningún acto oficial donde Cristina esté
presente, dijo que la Nación está ahogando a la provincia de Santa Cruz, dijo que La
Cámpora –la juventud kirchnerista- está “jugando con la paz social” y acusó al gobierno
nacional de trabar dos leyes de impuesto a la renta petrolera que, de haber sido
aprobadas, le habrían permitido a Santa Cruz ganar 40 millones de pesos y oxigenar sus
cuentas.
Todo eso es cierto, de no ser por lo otro: Peralta fue invariablemente kirchnerista
durante muchos años.
—Llegaste al Calafate en un momento novedoso e imprevisible; estamos teniendo un
pos kirchnerismo súbito –dice Héctor Barabino luego de ponerme al tanto de las últimas
noticias, y sorbe un café. Barabino es un periodista de Río Gallegos reconocido por sus
pares, e incluso por el gobierno, por ser el que hizo las mayores denuncias contra el
accionar corrupto en la provincia. Fue corresponsal del diario Crítica de la Argentina,
trabaja en un canal de televisión de Río Gallegos y es el responsable de la investigación
que luego fue retomada por Álvaro De Lamadrid para abrir una causa penal contra
Néstor Kirchner.
Aunque Barabino vive en Río Gallegos, tuvo la gentileza de venir a la villa con el fin de
hacerme lo que él llama “el corruptour”: un paseo por los mayores hitos de corrupción
de El Calafate. Pero todavía no salimos; estamos en un bar. Barabino –lentes livianos,
rostro afable- se acoda en la mesa y sonríe.
—Trabajo como periodista desde hace veintiocho años y vi armarse a dos presidentes:
es magnífico; estoy encandilado con eso y también con lo que está pasando ahora.
Digamos, sabiamos que el post kirchnerismo iba a llegar: habían perdido las elecciones
de 2009 y ganaron las de 2011 porque murió Kirchner. Antes de la muerte de Kirchner
Cristina tenía 24 puntos de aceptación social. Después de la muerte trepó a 54 puntos y
con eso ganó. Pero ahora se están terminando en la gente los efectos del duelo. Fijate
que un duelo dura dos años, eso se está acabando, aunque no para ella… Tiene un duelo
no resuelto.
—¿Es duelo no resuelto, o es oportunismo?
—Las dos cosas. En la inauguración del Centro Cultural se pasó cinco minutos
pegándole al gobierno provincial y veinte minutos hablando de Él. No es normal. Dejó
todo detenido en el 27 de octubre de 2010, el día de la muerte de Néstor. ¿Viste cuando
no entramos a la habitación del abuelo? Bueno, quedó todo así. Y en el medio de todo
eso un gobernador se les da vuelta. Ahí, para mí, empieza el post kirchnerismo.
Barabino explica quién es el gobernador Peralta y por qué su resistencia tiene semejante
valor simbólico. Peralta, dice, fue un hombre fiel al kirchnerismo que durante décadas
hizo con eficacia lo que sus jefes pedían. En 1992, Peralta ayudó a Néstor Kirchner –
entonces gobernador de Santa Cruz- a privatizar el Banco de Santa Cruz sin que hubiera
problemas gremiales severos (Peralta en ese entonces era presidente de la comisión de
gremiales del banco). En el 2004 Peralta apoyó a Kirchner, ya presidente, cuando se
incendió una mina de carbón en Río Turbio (Santa Cruz) y murieron catorce mineros
(Peralta aceptó ser el interventor de la mina). En el 2007 Peralta volvió a prestar sus
servicios cuando Santa Cruz entró en llamas por problemas con el gremio docente y con
los empleados estatales. Kirchner había decidido mover al gobernador y quiso poner a
Peralta para sacar la provincia del fuego, y Peralta aceptó y arregló el conflicto docente.
Hasta que en el 2010, de cara a las elecciones provinciales de 2011, Kirchner quiso
poner de candidato otra vez a Peralta, y el hombre obedeció sin prever lo que vendría
después: si bien la lista electoral estaba encabezada por Peralta, tanto Kirchner como La
Cámpora habían puesto el resto de los candidatos y no habían dejado que Peralta
metiera a nadie de su círculo cercano.
Como –contra todo pronóstico- el servilismo de Peralta no era infinito, ahí empezó a
erosionarse la relación entre el hombre y el gobierno nacional. Fue en ese contexto que
Peralta, a fines de 2012, se proclamó completamente en contra de Cristina Fernández y
protagonizó un hecho histórico dentro del kirchnerismo: el de la deslealtad.
—¿Fue dignidad?
—No sé si fue dignidad. El tipo se dio cuenta de esto: La Cámpora fuera de la Ciudad
de Buenos Aires no existe, Néstor está muerto y Cristina está mal. Entonces habrá dicho
“¿sabés qué? Hago lo que quiero”. Ahora vos lo ves oponiéndose a La ley de Lemas, a
la reelección indefinida… parece que le hubieran hecho una lobotomía.
Barabino habla sin filtros y eso es algo divertido pero también inquietante. Él se da
cuenta y sonríe, y trata de tranquilizarme:
—Igual no te preocupes –dice-, vos tomáme como un personaje –se pone de pie-,
vamos.
Baja las escaleras del bar y atraviesa el paseo artesanal “Los Gnomos” en dirección a su
auto. El Paseo, en la entrada, tiene una plaqueta metálica que dice “Aldea de los
Gnomos, a su Hada Madrina, Doctora Cristina Fernández de Kirchner”. Todo el pueblo
está lleno de leyendas como ésta.
—No hay centímetro de suelo que no tenga la marca de ellos acá, la plaquetita es lo de
menos: El Calafate es la capital nacional del blanqueo de capitales, es un antro de
corruptela y no se molestan ni en esconderlo –suelta Barabino mientras subimos al auto,
un coche modesto con el que avanzamos en dirección al lago.
Ha empezado, dice Barabino, el corruptour.
El primer lugar al que vamos es la costanera Néstor Kirchner: una obra pública que se
hizo bordeando la Bahía Redonda, de cara al Lago Argentino, y que pasa a pocos
metros del hotel Los Sauces. Vi cómo se construía la costanera un año atrás, cuando
estuve en ese hotel, almorzando sola de cara al lago. Allí, en una esquina con grandes
ventanas y paredes color ocre, era posible ver el agua, las montañas nevadas y también
las grúas que se movían sobre el terreno.
Hoy todo está terminado. La obra –que le costó al Estado 36 millones de dólares y fue
llevada a cabo por Austral Construcciones, la empresa de Lázaro Báez- permite llegar
desde Los Sauces hasta Punta Soberana: un terreno donde no hay nada, salvo por
algunos lotes que se atribuyen a funcionarios kirchneristas.
—Esta obra multimillonaria es apenas un vaso comunicante entre las propiedades que
los Kirchner tienen lejos del centro –dice Barabino y sigue conduciendo. La costanera
está vacía; suele estarlo. La gente no camina por el lugar porque en invierno hace frío y
en verano hay demasiado viento. El Calafate, a los costados, parece un pueblo en
ciernes: hay pastos resecos, tierra, piedras, y cada tanto una casa o un inmenso predio
delimitado por un alambrado.
El paisaje va pasando hasta que finalmente llegamos al barrio Aeropuerto Viejo y a lo
que Barabino llama “el mayor emblema de corrupción de El Calafate”. Se trata del
terreno vendido a Cencosud: un parche de tierra infértil donde ahora se levanta un cartel
con la leyenda “Próximamente Easy”.
Barabino baja del auto y toma fotos del cartel: hasta hacía pocos días se creía que
Cencosud (la empresa chilena) finalmente no haría su hipermercado Easy en el terreo de
Aeropuerto Viejo para no quedar pegada a un escándalo político. Pero cambiaron de
opinión. Héctor toma fotos como quien junta evidencia. Alrededor nuestro no hay nada,
o casi nada: unas casas a la distancia y una hostería de cara a una avenida desierta. Esta
calle, muy ancha, es la vía de entrada a El Calafate. Y es también algo más.
En la década de 1990 el intendente Méndez, avalado por Kirchner desde Río Gallegos,
decidió hacer acá un aeropuerto. Construyeron, pues, una pista de aterrizaje que costó 7
millones de dólares, con el detalle de que la hicieron mal. Una vez que se terminó la
obra los ingenieros vieron que la pista estaba demasiado cerca de los cerros y que un
avión tendría que hacer milagros para no estrellarse. Abortaron entonces el proyecto, el
aeropuerto fue llevado a otra parte –a 20 kilómetros del pueblo- y lo que quedó es el
terreno de Kirchner y esta descomunal avenida.
—La pista –dice Barabino-. Estás parada en la pista.
Miro bajo mis pies: estoy parada sobre el paso de cebra que marca la línea de partida de
los aviones. Saco fotos de las rayas, del terreno, del cartel, de las casitas, de la nada
inmensa que lo aplasta todo. A lo lejos, dice Héctor, puede verse una construcción
grande y escalonada, conocida como “el shopping de Lázaro Baez”. Vamos hacia allá.
Se trata de un edificio de seis pisos que nunca abrió sus puertas y que visto de cerca –
con tanto vidrio ahumado- parece una casa de servicios fúnebres o un casino. Frente al
shopping, y a diferencia del resto de las calles del barrio –que tienen suelo de ripio-, hay
una avenida amplia, de doble mano y perfectamente asfaltada.
Cuando el diario La Nación le preguntó a Néstor Méndez, en el año 2008, cómo
explicaba ese tendido selectivo del asfalto, Méndez respondió lo siguiente:
“Obviamente que Lazaro Báez se asfaltó las calles, si la empresa constructora es suya.
Yo si quiero y tengo la plata, me hago la vereda de mi casa, la pago yo y se terminó”.
Pero años después, cuando el periodista Jorge Lanata amplió la pregunta y lo interrogó
sobre la entrega de terrenos valiosos por decreto, Méndez cambió el tono y dio una
respuesta inaudita, en el contexto de una entrevista antológica: “Yo te aclaro esto, Jorge,
porque vos no podés opinar de mí, yo no puedo opinar de vos… te claro yo escuché
muchas veces decir a gente que sos homosexual y no puedo decir que sos homosexual
porque no te conozco”.
En esa entrevista telefónica estaba también Héctor Barabino. Ahora conduce y recuerda
detalles entre risas ahogadas. Méndez, dice Barabino, siempre fue un hombre sin
formación política: empezó en El Calafate manejando una ambulancia y las vueltas de
la vida lo llevaron a la función pública. Lo mismo sucedió con otros personajes del
kirchnerismo: gente sin tradición partidaria, pero leal, ambiciosa y fácil de controlar.
—De algún modo lo que pasa con estos prestanombres es lo mismo que pasa con
Máximo Kirchner –dice Barabino-. Máximo no es un estadista y todavía más: ni
siquiera parece interesarle el poder. Los que lo conocen dicen que es buen tipo. Que no
es suntuoso y que está feliz viviendo en Río Gallegos en la casa de los viejos, en una
casa cualunque, bajita… Entonces vos ves la casa que Máximo se está haciendo en El
Calafate ahora y decís “al gordo no le interesa, esto no es del gordo”.
Barabino detiene el auto frente a la futura vivienda de Máximo. Es de un tono rosa viejo
y, aunque no es lujosa, es una casa de descanso bella y robusta frente a la bahía. El
lugar, además –agrega Barabino-, está ubicado a pocas cuadras del hotel Imago: un
edificio de estilo alpino que recuerda al Resplandor de Jack Nicholson y que tiene tantas
denuncias encima que ya no quiero ni verlo.
—Te cansaste, listo –dice Barabino-. Entonces te llevo al lugar donde va a estar mi
mansión.
Barabino sonríe: tiene ansiedad los ojos. Algunos años atrás, él y su mujer hicieron
cuentas y vieron que no les alcanzaba el dinero para comprar una casa en Río Gallegos,
pero sí acá. Entonces buscaron y consiguieron un terreno, lo compraron a un vendedor
particular por 17 mil dólares –que devolverán en cuotas- y desde entonces proyectan
hacer ahí, en algún futuro, una casa prefabricada de fibra de vidrio, chapa y madera.
—Es acá –dice Barabino con el pecho inflado mientras se baja del auto. El lugar lleva el
signo de la Patagonia esforzada: todo alrededor es piedra, viento y promesas: algún día
llegará la red de gas; algún día habrá cloacas.
—Compramos el lote porque teníamos amigos en el terreno de al lado y porque al no
ser tierra fiscal no teníamos que esperar eternamente a que nos haga el favor el
municipio –dice y mira la bahía: se ve el lago azul, las montañas, los hilos finos del
deshielo. A Barabino, como a todos en El Calafate, se le vuelan los pelos.
—Qué bonito está esto –dice en el medio del aire.
Esta vez es cierto.
Texto: Josefina Licitra, periodista.
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Muy ignorante tu nota. No sabes nada. No investigas te y no fuiste a las fuentes verdaderas. Todo chusmerio de barrio. Soy periodista. Muy chato lo tuyo