El colombiano más bajito

El colombiano más bajito

Traemos esta crónica de la Revista Soho que narra la historia de Edward, un personaje muy singular en Colombia.

Por: Andrés Sanín. Revista Soho

Parado sobre una butaca de Jenos Pizza, Edward Niño —68 centímetros de estatura, 9 kilos, zapatos de charol talla 19, vestido de paño blanco inmaculado y camisa negra satinada— se empina hasta alcanzar la cima de su pitillo.

Yo también leo en el libro de la noche. Pero no puedo interpretarlo. Mi sabiduría consiste en ver lo que está escrito y también en comprender que eso no puede descifrarse. 
El enano, Pär Lagerkvist
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Sorbe un trago de Sprite, pero una historia que cuenta su hermano sobre uno más de los accidentes que ha tenido por su corta estatura, lo atora de risa. Elmer dice que un día Eduard casi se ahoga en un retiro espiritual en Chinauta. Se cayó a la piscina y al tocar el agua se desmayó. Alguien se lanzó a rescatarlo, le palmotearon la cara y volvió en sí. La culpable del susto era la misma piscina donde a los 15 años lo bautizaron. Esa tarde, cuando el agua limpió su alma del pecado original, hacía un sol lacerante y lo rodeaba un círculo de minusválidos, sordos y enfermos de cáncer que iban a una sesión de sanación y milagros. Noemí, su mamá, lo alzó y se lo entregó en brazos al pastor de la iglesia Fuente de Vida. El agua le daba a la cintura y ambos llevaban sendas batas blancas como las del bautizo de Cristo. El pastor untó con aceite de oliva la cabeza de Eduard, lo sumergió en la piscina y exclamó: Yo te bautizo, Eduard Niño Hernández, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Según cuenta Noemí, esa tarde los enfermos fueron curados. 

Cuando Eduard nació, pesaba la mitad de lo que pesa un bebé promedio, pero se veía como un niño robusto. Cansada de oír que su hijo se le iba a morir, Noemí abollonó con algodón su mameluco. Su primer bebé era distinto a cualquiera que hubieran visto los médicos del hospital Materno Infantil. Por eso, lo sometieron a un sinnúmero de estudios que descartaron el tipo más común de enanismo, la acondroplasia, pero que no lograron diagnosticar ningún mal en concreto como hipotiroidismo (un retraso físico y mental) o enanismo hipoficiario (una ausencia de hormonas de crecimiento). Flor María, su abuela, al ver que el niño no crecía y que el sudor parecía derretirlo, pensó que tenía el hielo de muerto, un mal que, según los llaneros, lleva a que las mujeres que han ido embarazadas a algún cementerio paren niños «enjutos, amarillentos y desahuciados». Se lo llevó al Socorro, sacrificó una vaca, le abrió el vientre y acostó a Eduard allí para que «botara el mal». Noemí no creyó en eso ni en las predicciones de los médicos que le daban a Eduard 18 años de vida. Dice que su hijo es un milagro y que es la voluntad divina y no la de los hombres la que decidirá cuánto tiempo más vivirá. El pasado 10 de mayo Eduard volvió a pararse sobre la mesa de su casa en Bosa y sopló las 21 velas del ponqué que le preparó su mamá para celebrar un nuevo milagro.

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Niño es un habitante extremo de un mundo consabido para gente que en un solo paso avanza lo que él recorre en tres. Que por el afán no miran para abajo, pero que ante él deben inclinar su cabeza y frotarse los ojos ante la sensación de irrealidad que proyecta su figura. Hace un rato, cuando caminaba por entre las laberínticas estanterías del almacén SAO en busca de una camiseta de la selección Colombia, permanecía callado, huraño, como si habitara un punto oscuro, perdido en el horizonte de una tormenta. 

La gente pasaba y pasaba, pensando a primera vista que Niño era un niño y no el hombre más pequeño de este país. Pero alguien, unos centímetros más alto que él y varios años menor, notó lo que los adultos no descubrían: que Eduard Niño era un hombre atorado en un cuerpo de niño. La mamá percibió el nerviosismo de su hijo: «Salúdalo». Los ojos de cada uno se reflejaron en los del otro y sus diferencias se hicieron evidentes: una piel llana contrastaba con las arrugas que cubren las manos, las mejillas y los párpados de Eduard y con ese bozo que sus hermanos le afeitan. Rompió el silencio con un balbuceo afónico: «Hola». Como respuesta solo oyó el llanto de ese reflejo espantado de su niñez. El niño corrió y se cubrió tras las piernas de su madre. Eduard volvió a callar, pero el encuentro atrajo a una multitud de señoras que exclamaban en coro: «Tan lindo el niño. ¿Y habla?». Otros le apuntaban sin pudor con sus celulares para atesorar una prueba de lo inimaginable. 

Los enanos son tréboles de cuatro hojas que algunos tocan para buscar esa suerte que les fue esquiva al crecer. Eduard tiene cinco hojas que nadie se atreve a tocar. Solo sus conocidos y los que han querido abusar de él, como ese taxista que, una mañana en la que esperaba la ruta, lo alzó para llevárselo. Eduard le clavó las uñas en la cara, el bus llegó y logró escapar de un destino incierto. Por peligros como ese y por las dificultades de subir andenes del tamaño de sus piernas, Eduard sale muy poco de su casa. Lo hace de la mano de los suyos pues, además de sus uñas, son su única protección en multitudes como la que lo rodeaba en SAO. 

Los ojos perdidos de Eduard no dejan adivinar lo que piensa en situaciones como esa y cualquier pregunta al respecto es vana: es un hombre de pocas palabras, que habla como un niño, pero con la caja de dientes de un anciano. Esa prótesis incómoda que usa desde que le sacaron, uno por uno y en varias jornadas, los dientes que no le salieron. Si el cansancio que sienten sus ojos y sus dedos al leer o escribir no lo hubieran llevado a perder tantas materias, tal vez Eduard podría haber leído y secundado las reflexiones que hacía el protagonista del Enano, desde la ventana del calabozo de su rey: A veces inspiro temor. Pero lo que cada uno teme es a sí mismo. Creen que soy la causa de sus preocupaciones, mas lo que en realidad los asusta es el enano que llevan dentro, la caricatura humana de rostro simiesco que suele asomar la cabeza desde las profundidades de su alma.

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Cuando se es enano, más vale ser el más enano de los enanos. Un domingo llegó al barrio Bosa una marca de arequipe a promocionarse con una presentación del hombre más bajito de Colombia. Las vecinas llegaron con la noticia a la casa de los Niño. Noemí, indignada, les preguntó por el tamaño del hombrecito aquel. Le señalaron su cintura y confirmadas sus sospechas, vistió a Eduard con un vestido negro sobre medidas, lo llevó a la tarima y desinfló las ínfulas de enano máximo del impostor. Los empresarios proclamaron a Eduard como el nuevo titular del récord colombiano, el mismo hombre que la Asociación de Pequeños Gigantes de Colombia tiene registrado como el más bajito del país. Cuando Eduard terminó de bailar, sus hermanos lo sacaron en hombros por entre una turba que exaltada gritaba su nombre. 

El año pasado murió Nelson de la Rosa, el hombre más pequeño del mundo con solo 54 centímetros de altura. El trono quedó vacío y ninguno de sus nueve hijos logró sucederlo. Habían heredado su dinero, pero no su enanismo. He Pingping, un chino de 19 años, se postuló de inmediato. La noticia llegó a oídos de los Niño y desde entonces han puesto sus ojos en el otro lado del mundo para averiguar si el chino es más bajito que Niño. Parece que no lo es: la cédula de Eduard dice que mide 68 cm y Pingping mide 73. Lo cierto es que cuando Niño sale de su casa, el equilibrio del mundo se rompe, se oyen murmullos de asombro, risas nerviosas y una misma frase: «Es el más bajito que he visto en mi vida». Eduard sabe eso y actúa como tal. Solo a él se le han arrodillado Gilberto Santa Rosa, Jorge Celedón, Darío Gómez, Jhony Rivera y Diomedes Díaz para tomarse fotos con él. De todos habla bien, pero si le preguntan por Diomedes, frunce el ceño y gira la cabeza en desaprobación. 

Cuando llaman de Mango Biche, la discoteca de Bogotá donde los conoció en giras por Pereira, Eduard abandona sus juguetes y sus películas animadas favoritas, El Jorobado de Notre Dame y Shreck. Ambas lo han hecho llorar. Su mamá lo deja ir para que conozca otros mundos, se desprenda un poco de ella y sea una persona adulta y no esa mezcla de niño y anciano en la que la sobreprotección y sus dolencias lo tienen sumido. Trabajos ordinarios nunca le han ofrecido, pero bailar en Mango Biche le encanta. Alguno pensaría que por estar entre las piernas de las despampanantes vaqueras con las que baila reggaetón. Yo le creo cuando veo cómo, frente a su plato de espaguetis y al ritmo del video Smooth Criminal, inclina la cabeza contra un hombro y el otro. Eduard se anima. Deja de lado su plato favorito. Se pone sus gafas negras, se sube sobre la mesa, se escurre de puntas hacia atrás, se para de cabeza y sigue imitando los pasos de Michael Jackson con esa gracia que enloquece a las tres mil personas que lo ven saltar al escenario cuando lo presentan como: «Puntico, el bailarín más pequeño del mundo».

A Puntico le molesta que se le boten los borrachos a ofrecerle trago. Solo tres veces lo ha aceptado: donde su abuelo, cuando un canelazo y una copita de vino le robaron el equilibrio; cuando se tomó en fondo blanco un pocillado de crema de whisky para olvidar a una niña del barrio de ojos azules y, en la iglesia, cuando su mamá le dio a probar la sangre de Cristo y una señora la regañó pensando que era un «criaturito». Cuenta su hermano Elmer, que un borracho le cogió la cola y le intentó dar un beso. Eduard dejó de lado los modales que le enseña Noemí y le dio un puño en la cara que le significó el respeto de sus compañeros y un incremento en las propinas. Casi supera los $600.000 que le dieron unos harlistas en su primer show en Pereira, cuando solo una mujer le pagó $100.000 por estar 15 minutos con ella. Las conejitas Playboy que se presentan allá, se desvisten frente a él y hay una que hasta le dice: «Venga, Puntico, le doy teta. Eduard solo se ríe. Dice Elmer, su confidente, que le gustan las caricias y los besos que le dan ellas y que lo ha visto deprimido por no tener una novia, pero que nunca ha mostrado deseos más libidinosos. 

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Mírame, mírame…/ Ojos brujos mátame…/Que quiero sentirte…/ Ya llego tu gángster…/ Me siento tan solo…/ Quiero devorarte…/ La noche ‘ta oscura…/ Ojos brujos, hechízame… canta Eduard, cuando le preguntan por su canción favorita, una de Daddy Yankee que le dedicó a una mujer de quien prefiere no hablar. 

En ese cuerpo de niño se esconde un hombre solo que sueña con encontrar una esposa de pelo crespo, ojos verdes, parecida a Claudia Schiffer y que, espera, no sea muy bajita: las enanitas le dan risa. Con ella quisiera viajar por el mundo, tener tres hijos, una finca en tierra caliente y una camioneta Mercedes de 180 millones de pesos como la que les mostró a sus papás en un concesionario. Ante eso, a Noemí solo le queda rezar por que llegue alguien que le cumpla sus sueños, tal vez, un editor de los Guiness Records, y aceptar que es un hombre pequeño con aspiraciones de gigante. Basta ver en uno de sus deditos un anillo de oro con cuatro esmeraldas que compró con el fruto de su trabajo, para notar que así lo llamen Puntico, él no está dispuesto a perderse en una línea infinita de mortales. Sabe que un punto es la unidad fundamental, algo que no se puede definir con ningún concepto conocido. Que sin él, no existirían la línea ni la forma, que es el límite mínimo de la extensión, pero que dentro de él podrían existir, en un átomo, infinidad de otros puntos que den cuenta del universo inconmensurable que reside en sus 68 cm. 

Así como un punto es el fin del sentido lógico de una oración, Puntico está solo en el filo de los misterios del universo. Penetrar su mirada y saber hasta qué punto comprende las dimensiones de su fragilidad y de su «grandeza» es tan difícil como leer «en el libro de la noche», ver lo que está escrito en él y comprender que es indescifrable. Tal vez, fue eso lo que me maravilló cuando lo vi. Tal vez, fue eso lo que maravilló a James, un «duro», como lo llama Elmer ahora que habla de él, cuando lo vio. Conoció a Eduard en Pereira, lo paseó en su camioneta Hummer, le compró ropa y lo invitó a comer espaguetis en un restaurante en donde tuvieron a mal sentarlo en una silla para bebé que le sacó la piedra. James lo trató como si fuera su propio hijo, le presentó a su familia, le pagó el equivalente de un día de trabajo y quedó en invitarlo su finca. Eduard solo atinó a decir: «James, cuánto vale una camioneta de estas. Quiero una así…»

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Puntico empuja de un solo golpe su plato y dice sin rodeos: «No más». Cuatro bocados han saciado su apetito y se concentra en dos frasquitos que saca de su bolsillo y pone sobre la mesa. Podrían ser dos dosis de cianuro para defenderse, ínfimas, como él, pero letales. No lo son. Se trata, según dice, de un par de muestras de perfume fino, que hacen pensar en aquella manida frase de los perfumes finos y los empaques pequeños. Pero que cuando le pregunto que para qué carga eso, solo da una respuesta simple que evidencia lo estúpido de la pregunta: «Para echarme». 

La vanidad y la voluntad de Eduard están más allá de sus proporciones. Le dijeron que estaba barrigón, quiso meterse en un gimnasio, pero le negaron la entrada. Eso no lo detuvo. Recordó los ejercicios que le enseñó su profesor de gimnasia, aumentó las horas de jugar fútbol en el corredor de la casa con Miguel Ángel, su hermano menor de ocho años y solo 80 cm. Volvió a montar en la bicicleta que mandó a hacer a su medida con su plata y empezó a hacer flexiones, abdominales y barras bajo el tocador de su mamá. Cuando termina, dice Elmer, se acerca al espejo, se mira de reojo y saca músculos imitando a los bailarines de Mango Biche que hacen fisiculturismo. En eso se le van las horas cuando se queda encerrado en su casa. Entre los juegos y las peleas con Miguel Ángel, en ir a la iglesia o en corretear a Lani, una perra que compró, pero que el azar la hizo crecer hasta convertirla en un pincher gigante, casi tan grande como el labrador que quería, pero que no pudo tener por el riesgo de que lo tumbara. Noemí le enseña a pintar figuritas religiosas, le lee pasajes de la Biblia como el de David y Goliat y el de Sansón y Dalila. 

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Antes de reanudar la búsqueda de su camiseta, Elmer acompaña a Eduard al baño. En su casa, debe ir acompañado o pararse sobre el murito de la ducha y apuntar bien. Acá, en el centro comercial Las Américas, acaba de descubrir que sí podría existir un mundo más apto para sus necesidades y para las de las cinco mil personas de talla baja que se estima hay en Colombia. El hallazgo es un baño especial para niños, en donde un sanitario miniatura reivindica ese derecho sagrado a liberar, plácidamente y sin temores, las tensiones más mundanas. De allí sale solo, sin la ayuda de Elmer, con una sonrisa de satisfacción que únicamente se le borrará un tiempo después, cuando hayamos recorrido más de cinco almacenes de deportes, sin encontrar una camiseta de la selección Colombia que se ajuste a la «grandeza» de su hincha más bajito. Ese que, parado sobre el asiento del taxi, me coge del hombro para no accidentarse con cualquier frenada durante el trayecto de vuelta a su casa. 

Cuando le preguntan si duerme con sus papás, Eduard lo niega. Él duerme solo, en una cama pequeña, a dos pasos de la de sus padres. Antes de irnos le hago saber una última inquietud: ¿Hay algo que odie? Sentado sobre su cobertor de ositos y entre sus muñecos de peluche, contesta: «Sí, pero es muy malo y me da pena decirlo». «Para odiar a la humanidad entera, le bastaría con odiar a todos aquellos más altos que él», dice el fotógrafo y nos vamos con otro misterio sin resolver. 

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Luego vi el cielo abierto y aparece un caballo blanco. El jinete es llamado el Fiel, el Veraz, y juzga y combate con justicia. (…)Y los ejércitos celestes lo acompañan sobre caballos blancos, vestidos de fino lino, blanco y limpio. De su boca sale una espada afilada para herir a las naciones; él las regirá con vara de hierro. (…) Lleva sobre el manto y sobre su muslo un nombre escrito: Rey de reyes y Señor de señores. 

Antes de dormirse, Eduard leerá, como suele hacerlo, estas líneas del Apocalipsis, su libro favorito. Cerrará los ojos, le pedirá a Dios que lo ayude, que le dé salud, orará por la salvación y porque nunca se le cumpla esa pesadilla repetida en la que pierde a Noemí. Le dará gracias por la vida, por haberle dado su bicicleta, su perrita, su anillo y cada uno de esos 68 cm que ve como una bendición y no como un chiste malo de la fortuna. Recitará el salmo 4:8: En paz me acostaré, y asimismo dormiré. Y se irá, se irá en ese sueño profundo que caerá como un telón negro sobre su conciencia de enano. Y soñará que el mundo se hace chiquito, que ahora él es el grande, que todo queda a sus pies como si despegara en un avión y leyera por la ventanilla un mundo en miniatura que desaparece a su paso. Vuela, se eleva, más y más, en un caballo alado. Un pegaso blanco que lo lleva a un paraíso en el que reinan él, Noemí y su familia. Los Niño. 

Texto publicado en la Revista Soho

Fotos: Camilo Rozo.

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