Presentamos el primer capítulo de esta nueva serie donde, inspirados en una foto, creamos una historia de ficción con rasgos de novela. Es nuestra primera incursión en el género literario, así que veremos cómo sale. Se trata de una historia alrededor de un cuadro misterioso en la Venezuela productiva.
Por: Rafael David Sulbarán. Periodista. Pichón de escritor.
Lina despertó luego de un largo sueño, esos sueños vespertinos que dejan cansancio, que parece no ejercieran ningún efecto en el cuerpo. Eran las tres de la tarde y en los segundos siguientes luego de despertar, no recordaba qué día era o qué le tocaba hacer más tarde. Pero no había problema, las jornadas de Lina estaban repletas de rutinas y de largos espacios sin hacer nada, así como esos huecos para dormir un lunes en la tarde.
Se volteó en su cama, puso los pies sobre la pared blanca que sirve de espaldar y quedó mirando de frente el viejo cuadro del caballo que guindaba detrás. Ese viejo equino parecía correr y su imagen borrosa daba la sensación de que el pintor capturó la imagen dando una carrera, como esas fotografías deportivas que resultan desenfocadas. Pero precisamente eso era lo que le daba un toque especial al cuadro en blanco y negro.
Ella no tiene idea de cómo llegó ese cuadro a su cuarto, desde pequeña siempre lo vio allí en el mismo sitio. A veces pensaba que si lo movía de sitio o lo quitaba, el tiempo se paralizaría o habría un salto en el espacio.
–¿Qué pasará si lo muevo?, se preguntaba, pero nunca se atrevió, ya que su mamá se lo prohibía casi con el mismo ímpetu que cuando le pedía tener cuidado en abrir la puerta de la casa a desconocidos. Entonces Lina se quedaba tranquilita cuando ese pensamiento la invadía porque se podía llevar un regaño si preguntaba demasiado sobre el cuadro.
–Mamá, ¿por qué nunca has cambiado el cuadro del caballo? – preguntó cuando tenía unos cinco años. Ya podía procesar y darse cuenta de que el cuadro llevaba demasiado tiempo allí inmóvil. – Porque se ve muy bonito hija- respondió Catalina, su mamá, soltándole una gran sonrisa.
Lina en esos primeros años no le prestó tanta atención a lo del cuadro. Tampoco notaba demasiado que vivía sola con su madre, que no sabía nada de su padre, o muy poco. Lina creció como una niña feliz, sola, pero feliz, o al menos, distraída en Carvajal, ese pueblo grande que olía a plátano. La casa de Lina quedaba, así arriba en una colina, su vecino más cercano vivía como a 500 metros entre árboles de araguaney, claveles, florecitas salvajes y tierra. Por eso ella casi siempre jugaba sola allí en su cuarto.
Catalina era costurera, trabajaba en casa, pero en repetidas ocasiones salía a hacer entregas o a trabajar a domicilio. Siempre la llamaban del ayuntamiento, el alcalde le tenía mucho aprecio ya que era una trabajadora leal, además hacía unos diseños muy bonitos. Era bien respetada en el pueblo.
Catalina tenía una casa grande llamada “La Clavellina”, la heredó de su padre que vivía en una finca cerca del pueblo. En “La Clavellina” se crió junto a su tres hermanos y dos hermanas. Ella era la tercera y la mayor de las hembras. Mathías fue el primero, le llevaba cinco años, luego venía Rodolfo. Le seguían María Elena y Rosalba. El menor de todos era Luis Andrés. Todos nacieron en esa casa que por un momento llegó a ser la más hermosa del estado. La familia Graterol llegó a ser poderosa en esa zona productora de plátano, carne, leche. Por años fueron proveedores de las grandes ciudades del occidente, incluyendo pueblos fuera de la frontera.
Catalina creció entre la abundancia, pero eso no significó que no pasara trabajo. Todos, luego de graduarse en el bachillerato, trabajaron con su padre Miguel que le otorgó a cada hijo una labor en la finca y a otros en La Clavellina. Mathías, por ejemplo, desde chiquito aprendió a hacer queso allí en “La Ponderosa”, finca que les exigía mucho trabajo, pero que a la vez les traía la satisfacción económica. Rodolfo era muy bueno ordeñando y era aliado de Mathías también para la producción de mantequilla. María Elena trabajaba en La Clavellina, allí junto a su madre, aprendió a cocinar. Los bollos pelones con salsa eran su especialidad, entonces los vendía a domicilio. Luego le dio para montar un restaurantico: “La bollera”, que se convirtió en un sitio de reuniones en Carvajal. Rosalba era su fiel acompañante y en La Bollera vendía unos helados cremosos con la leche que se producía en la finca.
Catalina desde pequeñita siempre anduvo entre trapos y, contraria a sus hermanos y hermanas, las cosas de la finca nunca obtuvieron su mayor atención, por lo menos antes de conocer a Gilberto.
Aprendió a coser gracias a su abuela Alicia que la enseñó también a tejer. Comenzó con una vieja máquina de esas Singer que parece que hubiesen existido toda la vida. Con ella hizo maravillas ayudando a la familia entonces también a tejer un buen brazo de plata por ese lado.
Luis Andrés, el menor de todos, no tuvo la oportunidad de conocer a su mamá, Ana Cira, que murió en el parto. Eso devastó a Don Miguel, pero no lo tumbó. Lo que hizo fue trabajar más y más, total decía que llorando no haría nada. Catalina tenía diez años cuando su madre murió, por eso el resto de su vida tuvo más influencia de su abuela, que terminó de criar sobre todo a los pequeños. Catalina era la consentida de Alicia, tal vez porque fue la primera hembra.
Fue una niña tímida, un poco insegura, pero tenía su carácter fuerte, el mismo que le pasó a su hija Lina. La estatura siempre fue un problema para ella, o al menos eso pensaba. No le agradaba ser bajita y pensaba que su piel blanca era poco atractiva, muy insípida tal vez. Tenía el cabello risado naturalmente, color castaño y eso fue lo que atrajo a Gilberto. También su linda cara con pecas y la figura que se forjó muy bonita a sus 22 años.
Una vez, Catalina tuvo que ir sola a entregar una pieza para caballero. El señor Julio tenía una recepción y necesitaba un traje negro. Entre Alicia y Catalina complacieron al viejo zapatero y en dos días estuvo lista la pieza. Era sábado en la tarde y el viejo Julio estaba impaciente cuando escuchó el timbre.
–Gilberto, por favor, andá a ver, tal vez sea el traje listo. – gritó Julio desde el baño. –Ya voy papá. – respondió desganado el muchacho. Gilberto tenía 24 años, estudiaba ingeniería agrónoma en la capital, pero en ese momento había paro nacional y no tenía clases. Gilberto con su piel morena confirmaba que el mestizaje entre negros e indios fue una obra de arte. Su piel resaltaba, también sus dientes blancos. No era muy alto, pero por encima del promedio de la familia Romero. Junto a su padre siempre trabajaron el campo, sobre todo el plátano, pero Julio una vez se metió en problemas con un banco y perdió el fundo que tenía. Por eso tuvo que ponerse a reparar zapatos y ver si podía reunir de nuevo para comprar un pedazo de tierra.
Gilberto era silencioso y Catalina no lo vio venir, no sintió cuando abrió la puerta.
–Buenas tardes, señorita, ¿qué se le ofrece? Señorita…
Catalina estaba distraída mirando el vendedor de frutas que iba pasando en un burro.
–Señorita, ¿qué quiere? – Insiste Gilberto. Finalmente, Catalina cae en cuenta y se voltea.
–Ho…oola. Buenas tardes, disculpe, vine a traer esta pieza a Don Julio. – respondió tímida Catalina.
–Ah sí, me dijo mi papá. ¿Cuánto se le debe?
–25 bolívares- afirma Catalina.
–Muy bien, ya se los traigo. – Catalina se quedó perpleja viendo a Gilberto, su expresión facial dejó ver sorpresa, gusto y admiración, como cuando un espectador ve una obra de escena impactante que lo deslumbra. Si Catalina ya estaba distraída, al ver al joven Gilberto su actitud fue de pasividad, como si hubiese quedado embrujada.
–Aquí tiene señorita, 25 bolívares. – Ehm, bueno sí, pero mejor dile a tu papá que se lo pruebe y me avise, no vaya a ser que no que quede bien.
Ah, me parece correcto. – afirma el joven. – Entonces dile que llame a la casa, aquí está el número, y nos avise qué le pareció el traje. – Catalina saca un papelito del bolsillo y con un lápiz mordido anota el número de su casa. Se despide con una sonrisa pícara y se va caminando en el aire para La Clavellina.
Catalina nunca había visto a un joven así, ni siquiera los amigos de Mathías o Rodolfo que eran hombres grandes ya. Tal vez por eso no los veía con atención. Gilberto era más o menos de su edad, solo le llevaba dos años, casi perfecto para ella. En esa tarde se quedó pensando si Gilberto llamaría, o si lo haría Don Julio. También pensaba que había sido un poco lanzada al darle el número de su casa de esa forma, pero total, era un servicio que estaba prestando, no debería pensar mal.
Pasó toda la tarde mirando el teléfono. Al final del atardecer sonó el aparato. Catalina corrió y atendió esperando que fuese el joven de ébano.
–Aló, buenas tardes- sonó una voz ronca y vieja. Para decepción de Catalina era Don Julio aprobando el traje. Catalina fue a buscar el dinero esperando ver a Gilberto, pero esta vez no salió el joven. Don Julio le dio la plata con el traje puesto, ya casi listo para ir a la fiesta.
En Carvajal había muy pocas cosas qué hacer y el pueblo estaba poblado en su mayoría por personas adultas. Los jóvenes se iban a la ciudad a estudiar o los pocos que había, trabajaban todo el día en el campo. –¿De dónde había salido Gilberto? ¿Por qué no lo había visto antes? – se preguntaba Catalina. La respuesta la conocería muy pronto.
¿Entonces cómo podría coincidir de nuevo con él? La Bollera era el sitio ideal. Entonces ella pensó que tal vez Gilberto iría, por ser sábado tal vez tendría planes de comer un helado o cenar allí, tomarse una cerveza o algo así. Catalina terminó sus labores sabatinas, se arregló lo más linda que pudo y le avisó a su hermana que iría a visitarla en el restaurante. Para María Elena no era raro eso, ya que su hermana mayor regularmente iba a La Bollera a ayudarle o a simplemente pasar el rato. Catalina llegó a las 7:00 de la noche, temprano. Se cansó se esperar, Gilberto nunca llegó. Eso la desanimó, mientras pensaba si sería muy osado ir hasta su casa e invitarle un helado.
El domingo llegó y casi todos estaban en casa, menos Rodolfo que salió con su novia. Ya María Elena y Rosalba sabían que su hermana mayor estaba alumbrada por un chico y bueno, debían ingeniárselas para que se vieran de nuevo. Las tres pensaron que un encuentro en La Bollera se daría tarde o temprano. Entonces abrieron el restaurante más temprano de lo normal, a las 9:00 de la mañana. Empezó a llegar gente y se llenó, pero Gilberto ni se asomaba.
-Ay, pero qué malo, no puede ser que ni para un refresco se acerque- se quejaba Catalina.
-Tranquila mijita, que algún día se tiene que aparecer, yo creo que lo he visto como dos veces-, replicó Rosalba.
-En verdad yo no recuerdo haberlo visto nunca, no sé, yo creo que nos estás jugando una broma-, soltó María Elena.
-No, pues, yo nunca lo había visto por acá, debe ser que no vive en el pueblo, pero me dijo que era hijo del señor Julio-, respondió Catalina.
A Gilberto nunca lo habían visto porque desde jovencito se fue del pueblo. Su madre Glenda, luego de la debacle económica del señor Julio, decidió separarse ya que le descubrió también que tenía dos mujeres más, algo que aceleró su ruina. Entonces tomó a Gilberto, de siete años en ese entonces, y se lo llevó a la capital. Allí con su empleo de maestra, y con un poco de ayuda de Julio, pudo mantener al muchacho y poder pagarle la universidad. Entonces Gilberto, casi nunca iba a Carvajal, salvo a los cumpleaños de su padre. Pero esta vez, las exigencias de la Universidad Distrital eran mayores, no tenían ni agua en los baños, entonces resolvieron ir a un paro indefinido. Por eso Gilberto aprovechó y decidió pasar esos días con su padre, total, a ver si de paso podría olvidar un mal de amor que vivió en la ciudad.
La Bollera cerró ese domingo a las 12:00 de la noche, primera vez que estuvo tanto tiempo abierto. Pero Gilberto nunca llegó. Las tres hermanas caminaban así medio aburridas y decepcionadas, pensando en un plan. Pero las ideas estaban descansando. Catalina cuando llegó a su cuarto se dio cuenta que no tenía cigarrillos, y no podría dormir si no fumaba. Entonces decidió, a pesar de lo tarde que era y escondida de su papá, salir a la tienda de abarrotes que casi siempre quedaba abierta vendiendo cervezas hasta la madrugada.
-Hola Don Estebio, buenas noches, ¿me vende un cigarro por favor?
-Claro mija, con gusto-, respondió Estebio.
-¿Tan joven y fumando?-, replica una voz gruesa que le sonó familiar a Catalina.
Era Gilberto. La cara de Catalina cambió de expresión y de color. Su piel blanca se tornó rojiza de la pena y al mismo tiempo de gusto.
–Ehmm pues sí, normalmente fumo antes de dormir-, respondió Catalina mirando al suelo.
-Pero eso no es tan malo, no te preocupes, también me pasa-, dijo Gilberto.
-Don Estebio, ¿me vende dos cigarros? -, pidió el joven.
Ambos recibieron sus tabacos y los encendieron. Se miraban fijamente bajo esos silencios incómodos, esos ratos donde se tiene mucho por decir, pero que nadie se atreve. Entonces fue Catalina la que tomó la iniciativa:
-¿Le quedó bien el traje a tu papá?
-Claaro, tú eres la chica del traje, estaba pensando dónde te había visto. Sí, le quedó bien, tanto así que no ha regresado de la fiesta jajajaja-, respondió Gilberto.
-Pero aún es temprano, seguro debe estar gozando bastante. ¿Por qué no fuiste?
-No, mejor así, no me gustan esas fiestas con tanto alboroto y licor-, asentó el joven.
Ambos terminaron su cigarro y se despidieron. Catalina iba con la sensación de que algo le faltó por decir, que quizá pudo sugerirle que se vieran el fin de semana en La Bollera, o alguna otra cosa. Pero no lo hizo. Gilberto se marchó tranquilo, con la sensación de que esa chica preguntona le cayó bien.
Ese lunes en la noche, Catalina volvió a quedarse sin el cigarrillo, y volvió a salir para la tienda de Estebio. Una vez más Gilberto la sorprendió por detrás. Se volvieron a fumar su cigarro, esta vez con más risas y se fueron. Lo mismo siguió ocurriendo día a día, se encontraban en la misma esquina. Catalina ya lo hacía a propósito y Gilberto iba porque no tenía nada divertido por hacer en las noches luego de leer.
Gilberto tenía un semblante triste, distraído. Catalina lo notó, y por eso se empeñó en conocer qué le sucedía al muchacho, lo que le estaba robando el sueño. Por eso, una vez que tomó confianza y lo invitó a La Bollera. Ese sábado, a las 7:00 de la noche, Catalina llegó con su mejor atuendo casual y se maquilló. Gilberto apareció con una camisa gris y un pantalón blanco, también casual y distinto. Eso le hacía ver su piel más hermosa, al menos así pensaba Catalina. Pidieron el plato de la casa: los famosos bollos pelones con un jugo de fresa. Luego no podía faltar el helado de Rosalba. Ambas hermanas solo se acercaron cuando estuvieron listos sus platos. Extendieron su mano y se dieron la vuelta con sonrisas de felicidad por su hermana.
-Parece que estuvieras triste- comentó Catalina.
-¿Tú crees? – respondió Gilberto.
-Sí lo creo, tu expresión es como nostálgica, extrañas a alguien.
-Bueno sí, extraño a mi madre y a mis amigos de la universidad.
-No, parece algo más allá. Mira que yo soy buena para adivinar cosas en la gente. ¿Es por una chica?
-Bueno, te diré la verdad. Yo me iba a casar, estuvimos comprometidos tres años, era una compañera de la universidad, pero al final ella empezó a salir con un amigo de la tesis y se fue con él. Por eso terminamos y bueno, ya lo estoy superando- Gilberto soltó un suspiro.
Catalina lo miraba con dulzura, con ganas de abrazarlo y ayudarlo a salir de esa tristeza. Allí decidió que lo ayudaría.
Luego de esa cena, Catalina y Gilberto se vieron frecuentemente, ya no solo se encontraban donde Estebio o en La Bollera, se veían en el cine municipal, en la cancha de bolas criollas y en La Clavellina. Don Miguel tuvo buenas referencias de Gilberto, ya que por muchos años le vendió material para la siembra a Julio, no eran grandes amigos, pero Gilberto fue bien recibido como el primer pretendiente de la hija mayor.
Todo pasó muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos la relación de Gilberto y Catalina se consolidó, se hizo visible. Julio estaba contento porque su hijo hubiese hallado novia en el pueblo, así lo vería más seguido en su casa. Glenda, por su parte, no estaba muy de acuerdo, pero no le tocaba de otra.
Gilberto arropó el tiempo de Catalina que se dividía en coser, llevar los pedidos y ver a su novio. Por parte de Gilberto el día se convirtió en leer más rápido y salir corriendo a ver a su novia. En muchas oportunidades se iban a La Ponderosa y pasaban la tarde allí. Gilberto le enseñó a la chica a ordeñar, a preparar queso, a estar pendiente de los animales. Sus hermanos se burlaban de ella, le decían:
-Nojombre Catalina, nunca estuviste pendiente de las cosas de la hacienda y ahora no sales de aquí…lo que es el amor…- le decía Mathías en tono jocoso.
Y pues, tenía razón, ella nunca estuvo pendiente de los animales ni nada de eso, pero ahora había ganado un interés especial por ellos. Todos los fines de semana se iba a la finca a cuidarlos, a estar pendiente de la comida, de sus vacunas, que no se enfermaran. Gilberto viendo este interés rompió su cochinito.
Una tarde se llevó a Catalina hasta el potrero y le dijo:
-Por favor, quiero que te voltees.
-¿Para qué mi amor? – respondió la muchacha.
-Anda, voltéate.
Catalina se dio la vuelta y por unos segundos el corazón pareció salirse de su pecho, esperando con ansias la sorpresa. Gilberto corrió hasta el medio del potrero y gritó:
-¡Ya, da la vuelta amor!
Catalina de inmediato le hizo caso y pudo observar, a lo lejos, a Gilberto parado junto a un pequeño caballo.
-Ven Cata, ven, es un regalo para ti.
Catalina le hizo caso y al llegar, con su cara de sorpresa, abrazó a Gilberto y de inmediato se volteó hasta el caballo, era blanco, muy joven, se le veía muy sano.
-Amor, este es tu regalo, ya tenemos un mes de novios y al ver que te interesaste por los animales, decidí gastar mis ahorros en este caballito, bueno, no es un caballito, es una yegua.
-Oh, qué linda mi amor, no debiste hacer eso, gastar tu dinero en estas cosas.
–Pero tranquila mi amor, lo hice con mucho gusto. Quiero que este sea un símbolo, que sea nuestro reflejo, ella es joven como nuestra relación, si la cuidamos, nuestra unión será firme. – dijo Gilberto tomando a su chica y dándole un abrazo cerrado.
Así fue, ambos cuidaron a la hermosa yegua que se veía tímida, pero era muy saludable, y tenía la estampa de un ejemplar hermoso que podría deslumbrar a cualquiera.
Todos los días Lina se despertaba temprano. Por eso que le daba por dormir en las tardes. A las 5:30 de la mañana abría los ojos y bueno, se levantaba y preparaba café, prendía el televisor y revisaba las noticias. Pero había algo que realizaba antes que todo, incluso antes de visitar el baño para el primer orine del día: se volteaba en la cama y observaba el cuadro del caballo.
Ese día ya había completado toda su rutina, hizo el almuerzo, le guardó a su mamá que salió a hacer una entrega, lavó los corotos, trapeó la casa y luego se sentó a ver la novela. Al rato le dio sueño y se metió en la cama.
Siempre se preguntaba quién habría pintado el cuadro, qué tiempo tenía y por qué su mamá especialmente le pedía que ni lo moviera. A veces lo limpiaba con sumo cuidado, ya que agarraba polvo, pero no se atrevía a bajarlo. Pero luego de su siesta de esa tarde algo cambió.
Luego de intentar recordar qué era lo que había soñado, quedó bastante aburrida. Ya la televisión no tenía nada interesante para ella, ni la radio, ni el teléfono. Simplemente estaba allí acostada con los pies en la pared mirando de frente el cuadro. Se detuvo varios segundos sin pestañar, casi inmóvil viendo la obra. Y así, de la nada, como un zombi se paró de la cama, descalza, dio tres pasos y tomó el cuadro, al tocarlo hubo un bajón de luz pero esto no la detuvo, lo tomó más firme y apartó un poco su cara. Ya la pared no era blanca, ya no estaba en su cuarto, ya no era de noche, ya no había tanto frío, sudaba aunque hacía brisa, levantó la mirada y a lo lejos vio un caballito blanco muy lindo.
Foto: Cindy Catoni