En un terreno a la salida del Barrio San Nicolás, muy cerca de Bogotá, un grupo de migrantes venezolanos se ha asentado buscando nuevas oportunidades.
Por: Rafael David Sulbarán. Periodista. Le gusta el chocolate blanco. Colecciona barajitas de béisbol.
Acostado sobre unas estibas, Leandro Pérez soñaba con dormir en una cama de verdad. Con mucho frío y el deseo de conseguir un buen trabajo, pasó largas noches durante esos dos meses lejos de su natal Villa de Cura, en Venezuela. Sobre la madera no perdió la motivación de empezar una nueva vida en Colombia. Leandro llegó a Soacha luego de una larga caminata que casi lo desmayó cruzando el Páramo de Santurbán, en Santander.
“Yo iba a Neiva, una zona caliente, pero un paisano de mi pueblo dijo que me quedara acá, y bueno, sigo por estos lados. Ahora trabajo en una maderera y pude traerme a la familia”, expresó el migrante sentado con su hija de 10 meses en las piernas frente a la casa que habita, una construcción que forma parte de la invasión en el barrio San Nicolás, en Soacha (Cundinamarca).
Allí, muy cerca de empresas madereras, procesadoras de plástico y embotelladoras, el polvo corre transportado por la brisa. Este barrio de Soacha con su clima templado, las montañas y los humedales tiene un aire muy campestre; sin embargo, alrededor de 150 casas de cartón, madera y otros materiales precarios aterrizan un ambiente de pobreza.
Hace tres años, un grupo de familias tomó el terreno alrededor de un humedal y se asentó allí sin el permiso de las autoridades municipales. Algunas casas están construidas en madera y concreto. Familias colombianas provenientes del Chocó, Buenaventura y otros lugares del país se han establecido allí con la compañía de extranjeros venezolanos como Leandro.
Por el brote de la covid-19, el terreno vio llegar más familias que tomaron sus espacios y armaron cambuches. La mayoría de estas personas fueron desalojadas de las casas que arrendaban por quedarse sin empleo y sin dinero para pagar. Otros aprovecharon la situación para hacerse de una tierra y armar su casita, vivir allí o alquilarla. Por igual se encuentran familias que llegaron caminando desde Venezuela y se aferran a ese pedazo de tierra para comenzar una nueva vida.
“Se ven muchos venezolanos caminando, saliendo o entrando a Bogotá por esta vía (Autopista Sur), entonces algunos que conocen de la invasión se acercan y les arriendan el cambuche”, explicó Leandro. Algunos se quedan por una noche o hasta el mes entero. Les cobran cinco mil pesos por día o hasta 120 mil por el mes.
Leandro, con la ayuda de su cuñado, ha levantado dos cambuches. Dice que no quiere alquilarlos: “No me puedo aprovechar así de la gente, muchos vienen sin un peso y hay que ayudarles y no someterlos”.
Adicionalmente, también aprovechó la situación, apartó su terreno y está armando una casa de bloques pedazo a pedazo. “Decidimos tomar ese terreno y poder irnos muy pronto, así podemos estar en una casa que es nuestra y nos libramos de pagar arriendo”, expresó Leandro, para quien el pago del alquiler donde vive actualmente representa una de las cosas más difíciles de mantener pues le cuesta 150 mil pesos mensuales.
La invasión
El sitio aún no tiene un nombre asignado. Por un momento tuvieron una lideresa que se encargaba de organizar las actividades que debía llevarse a cabo en el espacio. Ella logró incluso que cada casa tuviese un número de identificación, pero ante unos problemas en el barrio tuvo que huir de allí.
En la casa 42, ubicada en la parte nueva de la invasión, vive Ana María Riaño. Llegó hace un mes porque la desalojaron de la casa que alquilaba al quedarse sin trabajo. Le tocó entonces mudarse con sus dos hijas a esa casita que tiene paredes de cartón y madera.
Junto a Ana, otras 80 familias levantaron sus cambuches desde el mes de julio de 2020. “Un día llegó la policía y tumbó los cambuches y nos tiraron al suelo una olla de sopa que estábamos haciendo para repartir entre todos”, contó Ana María de pie frente a su casa.
Por motivo de la emergencia sanitaria, el presidente Iván Duque emitió el decreto 579 que prohibía el desalojo de arrendatarios en un período de dos meses, los cuales abarcaron entre el 15 de abril y 30 junio. Luego del vencimiento del período, los dueños de inmuebles podrían acceder al desalojo basándose en la ley 820 que establece los desalojos de propiedades.
Entonces comenzó el infierno para miles de ciudadanos venezolanos como Ana. Desde la Secretaría de Bogotá confirmaron que, entre el primero de abril y el 30 de junio, tramitaron 3.019 casos de conflictos por arrendamientos, un promedio de 33 al día. La Dirección de Acceso a la Justicia de la entidad maneja 55 casos semanales sobre derechos de petición por conflictos de arrendamientos.
Ana no dejó ningún reclamo, igual que muchas familias que le acompañan en el barrio. No le quedó otra alternativa más que aguantarse y resolver a su manera con cuánto tenía.
Luego del incidente, cuando le destrozaron su cambuche, una comisión de la alcaldía llegó y les dio el visto bueno para que se quedasen allí, con la promesa de ayudarles incluso a conseguir una casa. “Pero nosotros tenemos más de tres años acá y todos esos planes del gobierno no han servido”, comentó Julián Arango, el dueño de una pequeña tienda del barrio que vende helados a 300 pesos.
La invasión está prácticamente dividida en dos. Tiene forma de L y los límites del espacio nuevo al viejo los pone un potrero. “Ese terreno el dueño no dejó que se lo tocaran. Un día se sentó con un arma y amaneció allí para que no se metieran”, contó Ana.
Pese a que no hay cifras oficiales porque no se ha llevado a cabo un censo, se estima que en la parte nueva del asentamiento han llegado por lo menos una decena de familias venezolanas. Muchos de los que apartaron su terreno fueron levantando ranchos con latas, madera, cartón y plástico. Luego de terminarlos, algunos los arriendan a personas que llegan desesperadas buscando un techo.
Apretados
La estampa de las casas así apiladas una al lado de otra, contenidas por troncos, pedazos de hormigón, algunas cabillas, latones y cartón, es pintoresca. Algunas tienen colores amarillos, rojos, rosados, que les dan un poco de vida.
La que habita Leandro casi logra ser una casa común y corriente. Desde afuera se nota una tienda que ofrece dulces, gaseosas, huevos, casí igual que un local de barrio. Aura Cardozo, esposa de Leandro, es quien se encarga de atenderla. Ella además cuida a los ocho hijos que viven con ellos, uno encima del otro en el único cuarto que tiene la vivienda.
“Cuando llegamos vivíamos en otra más arriba, nos ayudó una pareja de ancianitos a cancelar el primer mes. Allá pagamos 180 mil pesos, pero un día nos retrasamos del pago y nos sacaron. Luego los viejitos nos recomendaron acá y nos mudamos”, cuenta Aura, de 38 años.
Corriendo por la calle de polvo, brincando en los muebles o con la boca pegada al único tubo que les surte agua estaban sus hijos pequeños. Ximena tiene 10 meses y nació en Colombia y, pese a la disposición legal que le brindaría la nacionalidad colombiana, no han podido registrarla ya que ellos no tienen estatus migratorio regular y solo cuentan con su cédula venezolana.
Roxibel tiene 19 años y es la hija mayor de la pareja. Empezó a trabajar en una fábrica de obleas muy cerca de allí después de interrumpir en Venezuela sus estudios en Derecho para emigrar y acompañar a sus padres. El otro que interrumpió sus actividades en el país vecino fue el mayor de los varones, Keibet, quien vive en Ibagué y a los 19 años desertó de la Guardia Nacional Bolivariana abrumado por los casos de corrupción y abuso que presenciaba. «Mamá, a mi no me formaron para matar gente», le dijo a su madre cuando tomó la decisión.
Sus hijos mayores son un apoyo pues Leandro al no poseer regularidad migratoria cobra la mitad del sueldo mínimo y Aura se ve limitada para trabajar porque tiene que cuidar de los niños. Ha querido ejercer su profesión de licenciada en educación, pero no tiene documentos colombianos ni su título convalidado.
La profesora
Muy cerca de Aura vive su hermana Vivian Flores. Viajó hace un año junto a su esposo porque su hijo de nueve años tiene una condición especial y esperaban poder tratarlo en Colombia.
La casa de Vivian tiene una fachada de concreto y unas ventanas de hierro que pintó de celeste. El piso es la tierra misma y las paredes de madera sostienen un techo de lata y plástico. La única habitación tiene una cama grande y un televisor que siempre está prendido para entretener al pequeño que ha logrado ser atendido en Colombia para obtener un diagnóstico más claro de su condición.
“Acá pude llevarlo al hospital de Soacha y me lo han atendido bien”, cuenta Vivian, que no posee estudios certificados pero lleva años ayudando a los jóvenes con tareas escolares. Por eso, desde que llegó se convirtió en profesora de muchos de los niños, colombianos y venezolanos, que no pueden asistir a clases por diferentes razones. “A mis propios sobrinos les doy clases”, agrega Vivian.
En Colombia hay más de 360 mil migrantes venezolanos estudiando. La gran mayoría, cerca del 92 por ciento, asiste a escuelas públicas. Sin embargo, hay muchos que se han quedado por fuera de las aulas ya que sus padres no tienen papeles y han encontrado trabas burocráticas para matricularlos. El Ministerio de Educación Nacional (MEN) aún no ha detallado cifras definitivas del 2020 sobre la deserción escolar, pero los números hasta el mes de agosto indicaron que 102.880 estudiantes abandonaron la formación.
Vivian no sabe de estos números, pero aporta un poco para que los jóvenes del barrio no pierdan del todo la posibilidad de educarse. Sabe que siempre es bueno ayudar y que la educación es el motor que necesita una persona para desarrollarse en la sociedad. Por esto ella no cobra nada y solo algunos padres deciden compensarla por el servicio. “A veces me traen mercado o ropa”, cuenta.
Con su esposo han pensado que les gustaría irse al cambuche nuevo que están armando con Leandro y así ahorrarse un poco el arriendo. “Acá somos felices, estamos tranquilos, claro, siempre con la esperanza de vivir mejor y poder regresar a nuestro país cuando todo mejore allá”, dice Vívian.
Caminando de la mano con su hijo, Vívian se dirige a llevarle la comida a su esposo. Marcha pensativa, alegre, con una sonrisa esperanzadora. Su entusiasmo se mezcla con los colores de esas paredes que intentan animar la vista y le dicen que muy pronto, todos en el barrio, tendrán una vida mejor.
Texto publicado originalmente en el Proyecto Migración Venezuela.