Cada día son más los venezolanos que huyen de la crisis y se instalan en la primera parada: Colombia. Para cientos de profesionales es dura la decisión, pero se debe hacer algo y bien, comenzar de cero. En esta crónica mostramos parte de la vivencia de ese viaje largo a lo que puede ser un mejor porvenir
Por: Rafael David Sulbarán. Periodista.
Quiere que Messi gane su mundial
En Venezuela, una de las preguntas comunes en estos tiempos de crisis es: “¿y cuándo te vas del país?» La pregunta se le hace sobre todo a personas relativamente jóvenes, como yo. “¿Por qué no te has ido?”. Esas preguntas son difíciles de responder, más cuando tienes un trabajo estable que, sin embargo, no te permite ahorrar lo suficiente para probar en otro país y tener una vida mejor. Más de dos millones de venezolanos se encuentran actualmente regados por varios países como Estados Unidos, Chile, España y Colombia. Es que estamos viviendo la peor crisis económica al menos de la etapa republicana. Pasamos de ser un país que recibía miles de emigrantes a ser nosotros los que emigramos. ¿Qué pasó? El despilfarro de los tesoros petroleros, el populismo, la corrupción, las expropiaciones todo eso ha llevado a la debacle, a que no se pueda ni comer tres veces al día en una nación que hasta importaba arroz. Entonces muchos jóvenes, viejos y de cualquier edad toman la decisión de dejarlo todo y largarse prácticamente huyendo.
En lo personal puedo decir que me habían robado solo dos veces en mis 35 años, pues en el 2017 fueron cuatro veces, y casi todas seguidas. Otra cosa es que el sueldo me lo comía en tres días y la mata de mango de mi casa fue mi fuente de alimentación varias veces. Cuando la cosa ya te pega en el estómago se vuelve más fuerte, te agobia, te hace cuestionar lo que haces en la vida y decides darle rienda suelta a la aventura de irte, es casi necesario.
¿Pero vale la pena? Un día, esa pregunta común tuvo para mí una respuesta inmediata: “me voy mañana”.
Este texto tiene las intenciones de mostrar algo de lo ocurrido luego de responder esa interrogante.
Ese 26 de septiembre, la fecha en que dije que sí, me encontraba en casa pensando cómo iba a hacer para irme. Tenía un hotel reservado en Medellín, pero ni un peso para poder pagar el carro que me llevaría hasta Maicao, el poblado colombiano más cercano de la frontera por el estado Zulia.
La ausencia de dinero en efectivo en mi país es uno de los mayores problemas que enfrentamos: los bancos sencillamente no tienen plata, o tienen poco, obligando a la gente a sacar por partes o pagar con tarjetas de débito que colapsan el sistema. ¿Cómo ocurre esto? La verdad, es muy difícil de explicar. Acá lo intento: hay comerciantes o personas naturales que compran los billetes en distintos establecimientos para venderlo después cobrando una comisión que ronda entre el cuarenta, el ochenta y hasta el por ciento del valor real. Por cien mil bolívares te cobran una comisión de 100 mil. Es una verdadera locura.
Entonces en Venezuela no hay plata circulando normalmente y yo necesitaba por lo menos 60 mil bolívares (ahora cuesta como 10 veces más) para poder pagar mi viaje desde Maracaibo hasta Maicao. Mi papá me salvó: me dio ochenta mil en efectivo.
Arranqué desde mi casa en Cabimas, estado Zulia, a las 10:00 de la mañana, con el tiempo medido. Para llegar a Maicao tomé dos carros, uno que me llevó desde Cabimas hasta Maracaibo y el otro desde la capital del Zulia hasta la Guajira. Ese primer vehículo lo pararon los guardias nacionales en el punto de vigilancia del puente que hay sobre el Lago de Maracaibo. Estos tipos parece que pudieran oler las intenciones de salir del país, porque solo me revisaron a mí. Vaciaron la única maletica y el morral que llevaba conmigo. La tableta “Canaima”, esas que repartió el gobierno de Nicolás Maduro para intentar ganar las elecciones parlamentarias de 2015 y que tiene prohibida su venta, llamó la atención de los uniformados.
- ¿Para dónde llevas esa bicha?
- Para mi casa en Maracaibo.
- Ah, ¿esa es tuya?
- Sí claro, es mía, es de uso personal.
- Hey, pero tú no tienes pinta de estudiante.
- Soy periodista, pero uno nunca deja de estudiar.
Con esa respuesta que le di el guardia no tuvo otra que dejarme ir sin saber que tal vez mi nueva casa estaría en Colombia.
Salí a las 11:00 am de Maracaibo. El simpático conductor me tranquilizó diciéndome que los buses hacia Medellín trabajaban hasta las 5:00 de la tarde. Vamos a tiempo. A mi lado iba una señora de esas que se visten como chicas jóvenes con una falda camuflada que mostraba unas piernas que en su época causaron sensación. Nos tocó la parte delantera con el sol de amigo. Atrás viajaban dos mujeres con niños y otra que iba sola, con el dinero del pasaje y tal vez un pan para el camino con destino Bogotá. Desde Maracaibo a Maicao es un viaje de tres horas en promedio. Las maletas gigantes de las mujeres significaron un problema en el camino. Ya no recuerdo cuántas paradas hicimos, pero en cada punto de control nos revisaban…gracias a Dios mi maletica gris estaba invisible con la tableta en su interior. La señora de la falda era la más sospechosa, pero iba “limpia”, simplemente viajaba a su casa en Maicao, cosa incomprensible para los guardias que se asombran por ver a gente viajando normal, sin llevar algo qué traficar. En otro carro vecino sí llevaban mercancía, unos plásticos. En cada parada le quitaron al menos 30 mil bolívares o en algunos casos 10 mil pesos de comisión. Ese tuvo suerte de que no le quitaran lo que llevaba.
Boleros
Cuando la situación económica en Venezuela mejore, los que van a llorar son los guardias. No se imaginan la plata que hacen a diario con los sobornos relacionados al tráfico de viajeros, al contrabando de mercancía y la gasolina. Bueno, imaginémosla, pero antes describamos la situación: en cada punto de control, que son al menos seis desde la población de El Moján hasta Paraguachón, hay una serie de funcionarios militares que se encargan de revisar y “velar” porque los viajeros no lleven cosas irregulares, pero estos militares no están solos, son acompañados por sujetos que a simple vista parece un transeúnte más, pero no es así, son los llamados “boleros” y su trabajo consiste en cobrar cada soborno, cada mojadita de mano que hagan los viajeros o exijan los militares. Se identifican porque normalmente llevan un bolso de lado o un «koala» bien grande guindado. Ellos de alguna forma completan el trabajo sucio y de esta forma los militares no tocan el dinero, al menos delante de nuestros ojos. Por supuesto esos bolsos y koalas están repletos. Es que en cada punto pueden hacer mucha plata. En un solo carro que viajen cinco personas pueden recolectar hasta cinco millones de bolívares. Hagan el cálculo en una de esas camionetas que viajan repletas con gente hasta en el techo.
Y todo esto es por la Troncal del Caribe, que es la vía legal. En la frontera venezolana del Zulia existen más de 400 trochas y en cada una hay “peajes” ilegales que están custodiados por habitantes del lugar, más boleros pues, en su mayoría wayuu. Allí cobran 300, 400, 500 mil bolívares dependiendo del vehículo, sí es un carro por puesto o una camioneta grande repleta de personas hasta el techo, o si es un camión lleno de pimpinas de gasolina o una moto también full de envases grandes con el combustible.
El contrabando de gasolina es quizá la principal actividad comercial de la Guajira venezolana. En una sola noche más de un millón de litros son transportados por las distintas trochas para ser vendidos en tierras colombianas según datos aportados por el Consejo de Derechos Humanos de la Guajira. Son varios los métodos de transporte, desde motos que llevan encima hasta cinco pimpinas grandes de 20 litros o más, camionetas, camiones grandes que llevan pipas grandes, tractomulas en realidad cualquier tipo de vehículo…y todo esto ocurre ante los ojos de las autoridades. Un negocio redondo pues, donde los choferes, vendedores ambulantes, el que sea se lucra. Nuestro conductor “tanqueó” un par de veces durante el viaje para así llegar lleno hasta la frontera y poder vender más de 80 litros, lo que le dejaría una ganancia similar a la del viaje entero, unos 300 mil bolívares (actualmente cuesta más del doble y deja una utilidad de 50 mil pesos aproximadamente).
La frontera colombo-venezolana está cerrada para los vehículos. Transitamos por la Troncal del Caribe, única vía legal que conecta a los países en el paso de Paraguachón. ¿Pero si está cerrada cómo pasaremos? Fácil: caminando. El carro nos dejó a los que sellaríamos el pasaporte a unos 200 metros de la raya. Caminamos hasta la oficina del Saime (la oficina de migración de Venezuela) del lado venezolano para sellar la salida. Allí mismo cerquita está Migración Colombia, estampamos la entrada y al salir por arte de magia el chofer nos esperaba con su Chevrolet Malibú encendido listo para recorrer los últimos 14 kilómetros hasta Maicao. Una de las 400 trochas hicieron que apareciera allí.
Viviendo en un bus
Llegué a tiempo a Maicao. El bus ya estaba listo, en tiempo record cambié los poquitos dólares a pesos y compré el boleto. Según mis cálculos estaría unas 17 horas viajando hasta Medellín. Antes de montarme, le pregunté al copiloto cuánto tardaría: 20 horas. Pensé, 20 horas rodando con poca comida y muchas ganas de dormir. Menos mal llevaba mi fiel vaso de metal y un paquete de galletas. Arrancó el bus y el hambre apareció con un dolorcito de cabeza. Me calmó un poco la cosa el hecho que el bus tenía conexión WiFi y una toma para cargar el teléfono.
Tomamos rumbo y en la población de Riohacha hizo su primera parada. Un joven alto se sentó a mi lado, se llamaba Johán y es de Maracaibo. Me contó que pasó unos dos meses en Riohacha trabajando como pintor y preparador de vehículos. “Un chamo que trabajó conmigo acá consiguió un contrato en Medellín, vamos a trabajar unos 10 carros, la paga es buena”, me contó Johán uno de los 450 mil venezolanos que han cruzado como yo la frontera colombiana último año y medio (según cifras de la cancillería) buscando trabajo, buscando un mejor horizonte para poder mantener a su familia en Venezuela. “Trabajé casi dos meses en Riohacha, ganando un promedio de 300 mil pesos por carro, a veces solo trabajaba uno por dos semanas. Sin embargo, me alcanzaba para pagar el arriendo, comprar comida y enviar a mi casa en Maracaibo”, mencionó.
Al momento de mi ingreso a Colombia, el cambio permitía que 100 mil pesos significaran 700 mil bolívares (30 por ciento más de mi sueldo de un mes en Venezuela). Más abajo en el cuento les actualizo las nuevas cifras. Total que Johán con solo 30 o 40 mil pesos podría enviar un buen sustento para un mes a su mamá y un hermano. En medio de la conversación del cambio y de las peripecias del viaje, me di cuenta de que este bus transitaba por la costa colombiana, eso significaba que se tardaría más, unas 23 horas: la muerte. Yo solo ligaba que hicieran una parada larga para ir al baño y comer aunque sea un pan. Me conseguí con Santa Marta y le di un vistazo breve a Barranquilla. Allí una mini parada de 10 minutos me permitió gastar mis primeros cinco mil pesos en un pan de queso y agua mineral.
Llegó la noche y empecé a sentir mucho sueño, sobre todo cuando la señal de WiFi desapareció. No sé si pasamos por Cartagena, ni pregunté porque cuando desperté ya mis rodillas estaban pidiendo auxilio y las ganas de orinar hicieron que me parara un rato. Definitivamente una de las cosas más difíciles de la vida es orinar parado en uno de esos baños enanos de autobuses, sobre todo si está en movimiento. En el intento número uno ni una gota salió. Para una persona alta como yo es casi imposible poder orinar en un vehículo de estos si está andando. A ver: ¿cómo haces para apuntar bien si te vas dando golpes? no mantienes bien el equilibrio. Ok la otra opción es sentarte, pero el espacio es tan pequeño que tus rodillas sencillamente se aplastan contra la puerta. Es imposible orinar así. Desistí entonces de la idea por un buen rato. Una hora más tarde el vehículo hizo una parada y le gané la cuesta al baño. Frescura.
Llegaron las curvas, mil curvas, dos mil curvas…llegó el mareo, llegó una película que se adelantaba sola, más mareo, se fue el hambre, muchas montañas, agua corriendo por las calles, recuerdos de los andes venezolanos, más mareo, náuseas por el olor del baño y muchas ganas de bajarme. Por allá en un pueblo ya en Antioquia finalmente el autobús hizo una parada larga. Sirvió para un desayuno decente. Pasar 23 horas en un bus, eso no lo había pensado nunca. El viaje más largo que había hecho es hasta Caracas, unas 15 horas recuerdo…pero bueno estas cosas se tienen que hacer. Llegamos a la ciudad donde creció el sicariato. Cuando pisé el suelo de Medellín me sentí raro, como si se moviera, no estaba loco…es que las 23 horas de viaje no se querían ir de mi cuerpo.
Rolo en la calle
El Festival Iberoamericano de Periodismo Gabriel García Márquez era el motivo del viaje, la principal excusa para salir de Venezuela y bueno allí estaba, allí estuve sintiéndome un poco entre los grandesligas del periodismo por un rato.
Bogotá me llamó luego de culminado el festival. El terminal de Medellín y la Plaza Botero fueron mis lugares de reflexión antes de lanzarme a un vacío que estaba lleno. Una invitación y un “Dale, qué pierdes, en Venezuela las cosas están cada día peor”, fueron las palabras que me motivaron aún más para arribar a la capital. Venía por tres días y perdí la cuenta.
Bogotá es una de las ciudades más grandes en las que he estado. El Transmilenio es su sistema de transporte público más usado. Un monstruo con 2 mil 974 unidades, una culebra gigante que se arrastra literalmente por toda la ciudad. El vehículo preferido para muchos compatriotas que se dirigen a ese esperanzador puesto de trabajo, a esa motivadora entrevista, o simplemente es la oficina, su lugar de trabajo. Allí conocí a María Castañeda, una joven de 23 años, psicóloga. Su presentación me hizo creer un momento que nos daría una clase o una sesión gratis, pero no…con su encanto nos ofreció unos ricos caramelos. “A mil pesos el paquete, esos los ofrezco diariamente unas 20 veces al día. Me monto en muchos autobuses y bueno, a veces la ganancia es muy buena, con unas 15 o 20 ventas haces el día”, me contó María una vez nos bajamos en alguna estación. Ella debe luchar con algunos que los miran como extraños, como extraterrestres, con algunos policías que no dejan vender en las estaciones, pero allí va, “gracias a Dios el trato en su mayoría ha sido buena”, me dijo. Parece que la xenofobia no termina de alcanzar al colombiano. Así lo he sentido yo. Bueno, una vez vi un ataque xenofóbico raro a un tipo que gritaba como loco: “¿De dónde salen tantos venezolanos? Nos quitan los trabajos, nos roban la comida, nos estorban el aire”. Era un señor flaco y alto que se bajó del Transmilenio en la estación de la calle 26 gritando así y dando como golpes al aire, parecía un enfermo mental. Al bajarse siguió hablando solo y con sus pasos fuertes y rápidos de hombre refunfuñando se perdió entre la gente que lo observaba atónito. Es difícil describir la sensación de que hablen mal de los tuyos estado en un sitio extraño. A uno le dan ganas de responder, defenderse, pero muchas veces toca quedarse callado. Algunos no lo hacen y se guindan a discutir. Supe de una señora que molieron a golpes en la plaza Bolívar por defender su posición ante un ataque de xenofobia. “Es que muchas veces nos quieren explotar,creen que uno es esclavo”, me contó Leonela Parra, una enfermera venezolana que trabajó un mes como asistente de cocina en una venta de pollos. “Yo llego aquí a las 8:00 de la mañana y el jefe me quiere tener hasta las 11:00 en la noche con un solo día de descanso. Todo eso por 30 mil pesos diarios”, me contaba Leonela que unos días después de esa conversación a las afueras del local tuvo que llamar a la policía porque el señor no le quiso pagar su semana antes de irse a Venezuela, “aquí la ley del trabajo no existe, no hay ningún respeto para el trabajador. Sabemos que es ilegal que un turista o un indocumentado trabaje, pero ellos cometen demasiados abusos”, expresó. Y bueno, es el comentario general que tienen muchos venezolanos que el colombiano es explotador “y quiere aprovecharse de la situación solo porque necesitamos el dinero. Pero la idea no es humillar ni estafar a nadie”, dijo Leonela que al final luego de tres visitas junto a la policía recibió su pago.
La dinámica de mis días acá me ha llevado a ser Johán, María, a ser Leonela y vivir todo eso que me contaron en carne propia. Hay que comenzar de cero y ese periodista de 15 años de experiencia pasa desapercibido, es casi invisible para los medios y los colegas en este país con más de 40 millones de habitantes, tocó y toca pues “camellar” como le dicen acá. Una empresa de telefonía me pagó vendiendo sim cards en la calle, planes que en prepago son un robo y en pospago regular. Lluvia, frío, calor, sol, en un solo día de trabajo en esta calle bogotana que a veces es cruel y fría, pero amigable. Malas miradas, malas reacciones a tu acento conjugado con un gracias bien pronunciado eso pude conseguir, además del pago en efectivo. Un profesional del periodismo construyendo y viviendo su propia crónica por 400 mil pesos mensuales, recibiendo instrucciones de un chico de 20 años con seis meses de experiencia. Todo por 400 mil pesos que en Colombia es poco pero que se transforman cada día. ¿Recuerdan que cuando llegué 100 mil eran 700 mil de los nuestros? Al momento de la edición de esta historia son 55 millones, casi cincuenta veces el sueldo mínimo. Y pues, aumentó más de 5 mil veces en apenas dos meses.
¿Una razón para quedarme? Tal vez eso ayude a responder una de las preguntas que motivó este viaje y ver si vale la pena. Colombia no me deja ir.
Crónica redactada en el mes de noviembre de 2017. Algunos datos fueron modificados debido a la alta inflación venezolana, por ejemplo los precios.